Hospitales...
Son esos edificios, impresionantes moles blancas (las más veces) extramuros de la ciudad, en los que, sobre todo, abunda la incertidumbre. Cuando pones los pies en un hospital, ya sea por la puerta de consultas o la de urgencias, lo primero que te asalta es un ataque atroz contra tu olfato en forma de la aséptica lejía, que te aletarga el ánimo casi al mismo tiempo en que avanzas por los pasillos buscando intranquilo y sofocado los números de las habitaciones. A derecha e izquierda, camas ocupadas, a medio hacer o en movimiento, se asoman a tus ojos como una blanca ventana a esa incertidumbre que se ha bajado contigo del coche y te acompaña casi desde el primer momento en que recibes la noticia, y los ojos se llenan del blanco de las paredes, de las sábanas, de las batas de los enfermeros hasta el punto de que todo sabe a blanco, todo huele a blanco aunque tu mente, acelerado el corazón por la incertidumbre, no llega a quedarse así, ocupada en la rocambolesca amalgama de posibilidades que la embargan. Menos mal que entre el color inmaculado siempre aparece el verde de las letras, o de las batas de los médicos, recordándote que en los hospitales, tranquilo hombre que no pasa nada, también hay Esperanza.
Creo que a nadie le gusta un hospital, incluso a los que hacen de ellos su lugar de trabajo, porque casi siempre los momentos que vivimos en su interior son desagradables y nuestros recuerdos entre sus paredes intentamos olvidarlos, ya que nos hablan de dolor, de sufrimiento y, por desgracia, también de muerte. Siempre, cuando he pasado por los aledaños de un hospital, me he fijado en las letras que coronan su estructura y he contado las luces encencidas que, durante la noche, aparecen dibujadas en la negrura de la fachada, y siempre he pensado lo mismo...en cada punto de luz, siempre hay gente sufriendo. Bien es cierto que entramos para curarnos, y casi siempre lo conseguimos, pero hay que ver la de duquelas que se pasan en el tiempo que separa la entrada de la salida, y la de lágrimas que se derraman por los pasillos de los hospitales por todos esos seres queridos de los que habitan esas habitaciones...ay, quién pudiera firmar un contrato en el que nos aseguraran que no íbamos a entrar en un quirófano, que no íbamos a ocupar una cama, y que no íbamos a tener que sentir en nuestras carnes la velocidad de una ambulancia; pero por desgracia, no hay patrón que haga ese tipo de empleados, salvo en casos esporádicos de seres privilegiados.
Es inevitable levantarse preocupados cuando alguien de los nuestros acude a un preoperatorio aunque sea para algo que sabemos que va a salir bien, como también es normal que la incertidumbre nos recuerde que nunca sabemos que va a pasar y que, incluso, lo lógico es tenerle respeto a todo esto. Es inevitable tocarse en lo más hondo del corazón y ocultar tus preocupaciones, para que el sufridor no ahonde en las suyas, y es inevitable llamar a la puerta de la Esperanza, antes que a la del llanto. Como es inevitable, como sé que habrá muchos que hoy estén sentados en un hospital, esperando ser operados, convalecientes, o acompañando simplemente a los suyos, me he querido asomar a mi ventana para recordarles que no están solos, y que en los hospitales vienen al mundo, también todos los días, las criaturas más maravillosas de la tierra...
fuente fotografía: http://atencionatupsique.wordpress.com/2011/07/02/nuestro-nacimiento-tiene-alguna-implicacion-con-nuestros-exitos-y-salud-mental/ (niño) y www.descubreapple.com (hospital)
A mi me dan tristeza o mucha alegría, depende del recuerdo que me traigan. Me ha gustado mucho tu entrada. Paso por aquí a saludarte tras mi ausencia durante las vacaciones. Espero que estés bien. Un fuerte abrazo desde el blog de la Tertulia Cofrade Cruz Arbórea.
ResponderEliminarhttp://tertuliacofradecruzarborea.blogspot.com/
Todo bien, Pepe, muchas gracias y feliz retorno a la rutina...
ResponderEliminarUn abrazo