Ya somos tres...


Hace veinte años, allá por mil novecientos noventa y tres, sólo era un muchacho fascinado por la Semana Santa y que tenía claro que quería formar parte de manera activa de esa máquina que sólo se activa una vez al año alterando, sin embargo, el completo devenir de la ciudad. Hace veinte años, un caluroso día de Junio, entraba a formar parte de la hermandad a la que llamo mía y, que gracias a Ellos, es también la de mis hermanos y mi esposa.

Entonces yo no sabía que la hermandad en la que estaba ingresando contaba con tantos siglos de historia, y que su sagrado titular era una devoción centenaria también en la ciudad de la Alhambra. Yo no sabía nada de la protección que el Señor otorgaba a Granada, ni de enfermedades extinguidas por su mediación, así como de que el Cristo al que ahora le rezo a diario, al menos una vez al día, es posiblemente el crucificado más antiguo de los que procesionan por las calles andaluzas en los días pasionales. Todo eso lo he ido constatando a base de leer mucho acerca de mi hermandad, y de vivir muchos lunes santos junto a Él, que sigue siendo el santo y seña de todo lo que hago. Hace veinte años, si alguien me dice que iba a pasar lo que sucedió anteayer, quizás no lo hubiese creído y, sin embargo, sucedió...

La noche del sábado, noche de quinario en honor al que nos reúne a todos en su nombre, se encontraron en un mismo acto las ilusiones de una familia con la historia de una hermandad. Tras la homilía, el secretario de la cofradía inició el acto de juramento de reglas llamando a los aspirantes por su nombre, y por el pasillo abierto entre las filas de bancos avanzamos, mi mujer y yo, con nuestra pequeña en brazos, dispuestos a jurar en su nombre, por ahora, que cumplirá las mismas reglas que sus padres aceptaron hace tiempo. En ese acto, sentí orgullo de poder entregarle a mi hija mi misma devoción, sentí agradecimiento de poder llevarla en brazos sana y saludable, sentí nostalgia de la vez que yo mismo recibí la medalla en aquel mes de Diciembre de hace veinte años, sentí la fuerza y la protección que San Agustín y Consolación le entregaron a mi hija en el momento en que el sacerdote tocó su frente y le colgó el cordón morado sobre su pequeño cuello, sentí el cariño de mi esposa al sujetarme la mano suavemente, sentí el calor de mi hermandad al acercarse después algunos de su miembros a verla y a darnos la enhorabuena, sentí el orgullo de poder comprarle a mi sobrino un "costalero negro" en sus propias palabras, sentí la cercanía de sus abuelas, sus
tíos y tías, su primo y su prima, que no quisieron perderse ese momento de Candela, y sentí la alegría de saber que en casa, desde ayer, cada vez que entremos a rezarle a Cristo y a María, ahora seremos tres...

La fotografía que ilustra magistralmente esta entrada es de Sergio Aguayo (www.granadacofradiera.blogspot.com)


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