Niños...





 

Éramos niños y niñas de uniforme, camisa blanca y jersey azul, pantalón gris ellos, falda de cuadros ellas, para corretear entre las paredes de unas clases en las que nos enseñaron de todo, y por cuyas ventanas se asomaba uno al patio grande, escenario de las actuaciones cada fin de curso y, más allá, al patio chico, por cuya puerta se salía a la calle Solares, que mi colegio, señores, estaba en el Realejo. Un sinfín de anécdotas curiosas, de protagonistas dispares, se sucedieron en las dependencias de la vieja escuela, a las que sólo tiene acceso la memoria, selectiva ella, y de las que no todos nos acordamos de la misma manera. Los incipientes amores, imposibles por primeros, las citas por parejas para dar un paseo por las calles del barrio, las primeras amistades, las primeras rivalidades...niñas que se "enfadaban" porque algunos decían que la más guapa de la clase era la otra, niñas de ensortijada melena, de mirada profunda; niños traviesos, desafiantes e inquietos, otros más calmados, pero todos igualados en nobleza, pasaron por el mimo aula en la que yo, novato en las cosas del barrio, me introduje por avatares de la vida para alejarme después, aunque nunca lo hice del todo, e irme a un colegio más céntrico, más próximo a mi casa, pero infinitamente más frío.
Separado de mis amigos, la vida me hizo discurrir por otros derroteros, supongo que como a ellos, si bien la proximidad de sus viviendas les hicieron mantener una relación que, en mi caso, desapareció el mismo día en que sor Rosario firmó mi baja en el libro de escolaridad. En mi corazón siempre hubo un hueco para todos los que compartieron conmigo las cosas de la antigua EGB, las clases de matemáticas con Piedad, de la que siempre me acuerdo cada vez que paso por la plaza de santo Domingo, la pena por dejar quinto, y a la que había sido una de nuestras mejores profesoras, y un largo etcétera de cosas que quedaron guardadas dentro de mí cuando la vida me hizo andar por otros caminos distantes en todo a las callejuelas del barrio en el que empecé a asomarme a ella. Nuestras formaciones se irían a institutos distintos, a facultades distintas, a ciudades distintas, y el tiempo seguía corriendo inexorablemente, haciendo de nosotros hombres y mujeres de provecho, padres y madres de familia, a los que empezaban a preocuparles responsabilidades mayores que las que les podían surgir en las paredes de ese colegio al que, personalmente, tanto echo de menos. Los sonidos de las voces de mis compañeros, los lugares que ocupaban en la clase que sería la última para mí, cada una de las monjas que forjaron nuestra educación, la luz de los pasillos, los ensayos para la comunión en el salón de actos,...permanecen en mi memoria completamente intactos, a la espera de que algo los rescate para volver a detenerme un rato en los momentos vividos hace tanto tiempo.   
El Sábado, en el bar de siempre, donde los compañeros de colegio son ahora empresarios, nos juntamos unos cuantos de esa maravillosa promoción de Nuestra Señora del Rosario, esa generación del 77 en su mayoría, enriquecida por algunos representantes de otras anteriores que vinieron a engrosar las filas de esa clase en la que aprendimos, como decía al principio, de todo, y que nos volvíamos a ver, en mi caso, apenas veinticuatro años después de separarnos. En esa reunión, en esa foto, no están todos los que son, pero si son todos los que están y, al abrigo de la excelente compañía, de la mejor comida, de la conversación, cuando menos, entrañable, del vino generoso, el postre preparado con primor y el pan casero, se sucedió una jornada en la que todos, por unas horas, volvimos a ser esos niños de uniforme, camisa blanca y jersey azul marino, pantalón gris ellos y falda a cuadros ellas...Montse, Sandra, Lidia, Javi, David, Daniel, Jesús, Porcel, Luis Ja, Raúl, Oscar y Joaquín, ...gracias a todos, por todo, y al resto...nos vemos en la próxima...

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