Otoño en Granada

Santo Domingo


Ser de Granada es algo que hemos heredado, gratuitamente, los que hemos tenido la suerte de contar con antepasados que nacieran y murieran aquí, dejando su legado a los que habrían de ser nuestros padres y abuelos para que pudiéramos hacer nuestras las cosas de la ciudad.

Por eso, pasear por Granada a cualquier hora es un ejericicio que no todo el mundo puede hacer, y que los que somos de aquí no hacemos con la frecuencia que quisiéramos, sobre todo si tenemos en cuenta que las condiciones actuales de la vida no nos dejan mucho tiempo para el relax y/o el disfrute de los paisajes de nuestra ciudad, aunque deberíamos intentarlo para desconectar mejor de las cosas que tanto nos llegan a turbar. 

Eso es lo que yo pude hacer el pasado jueves cuando, con una compañía inmejorable, me adentré en ese corazón romántico que a Granada le late en sus barrios más característicos a cualquier hora del día. Pero no fue a cualquier hora, sino a esa en la que la ciudad aún se está despertando del sueño nocturno y los turistas todavía no han empezado a salir, por lo que sólo te encuentras en la calle los que son como Tú, esto es, unos afortunados paseantes, o los que ya han empezado su jornada laboral a los mandos del motor de la ciudad. A esa hora, la Plaza Nueva se desperezaba de la noche con un golpe de frío matutino que se afanaba por helarnos el ánimo, y el Darro nos llamaba a voces entre las orillas cubiertas de hojas secas. Disparo por aquí y por allí, charla amena con mis acompañantes y Granada iluminada por la luz, casi perfecta, que tanto ansían los fotógrafos. 

La cuesta de Gomérez, empinada como siempre pero expuesta como nunca, la frontera entre la ciudad y la fortaleza nazarí, donde el color otoñal me volvió a transportar en el tiempo hacia esa infancia en la que tantas veces recorriera su albero, para cerciorarme de que sigue exactamente igual, con sus monumentos a Irving y Ganivet, y con su puerta a ningún sitio, como gusto de llamar al arco de las orejas, que permanece abandonado e inútil, sin más labor que la de hacer preguntarse al transeúnte despistado el motivo de su estancia allí. A continuación, la bajada desde la colina roja hasta el Realejo, donde fotografié el campo del príncipe y la plaza de santo Domingo, no sin antes disfrutar del sabor a colegio de monjas, a niños de comunión y cambios de misterio que siempre acompañan a esta plaza. A partir de ahí y como colofón a la jornada matinal, el Campillo y de vuelta al punto de partida, en donde me paré a reflexionar sobre la suerte que tenemos los granadinos de poder recorrer nuestra ciudad una mañana de otoño cualquiera...

Podéis repetir el paseo pinchando aquí.

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