Dormida...
Me gusta verte dormida, cuando las líneas de tu cuerpo descansan sobre la blanca horizontalidad de nuestra cama, y me puedo recrear en ellas apenas molestado por algún ruido molesto y estridente que se asoma, impertinente, por la ventana entreabierta y hace que te muevas un poquito.
Me gusta verte así, porque mi mente se abandona también, como tú, aunque yo no esté dormido sino ensimismado en la magnitud del espectáculo que se abre ante mí, guiado mi sentir por la música de tu tranquila respiración, y me complace imaginar que yo provoco esa tranquilidad, para que duermas para mí. A veces, urdo un atrevido plan mediante el cual mis dedos juegan con los bucles de tu pelo, y me acerco para sentir el rastro que han dejado sobre él el jabón de la noche anterior y el perfume de la mañana, cuando madrugabas y, tras irte, tu aroma se quedaba conmigo hasta que vuelvas otra vez.
Me gusta verte dormida, porque te siento más mía, y te noto próxima y distante a un tiempo, en ese tiempo que dura tu sueño y mi imaginación planea sobre tu cuerpo sin tocarte, sobre tus labios sin besarte y sobre tus ojos sin mirarte. Tú duermes, yo sonrío, tú sueñas, yo vivo, tú descansas, yo alerta para que nada ni nadie turbe tu descanso, al menos hasta que nuestra pequeña nos reclame a los dos. Me gusta verte dormida, contar los lunares de tu espalda, los pliegues de tu piel y observar esa graciosa marca que vive en tu cuello y te hace única entre todas las demás mujeres de la tierra.
Me gusta verte así, dormida, aunque mi vida comience al despertarte...
Fotografía: Bernard Plossu
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