Calles sin tiempo...
Por las ciudades sin tiempo deambulan transeúntes de distintas épocas, aliñando con sus tipismos la riqueza de las mismas, y es que no hay nada como un paseo por una calle de ventanas conservadas para darte cuenta de que no somos más que una mínima pieza en el descomunal puzzle de su historia.
A lo mejor, precisamente eso es lo que buscamos cuando avanzamos mirando a todas partes y a ninguna en concreto, intentando llenar nuestro vacío con los excedentes de recuerdos de esa calle en la que vivieron los que apenas conocimos, o donde jugamos sin habernos parado a disfrutarlo.
Que el tiempo corre siempre en nuestra contra no es algo nuevo, por lo que cuando queremos detener el tren de la vida no acertamos a señalar la estación adecuada, y la que elegimos puede que sea solamente un señuelo que nos distraiga de las importantes. Por las calles sin tiempo vuelan voces de niños que son ancianos y reprenden a otros niños en sus ruidosos juegos, quizá por la rabia contenida de ver cómo el que ellos fueron dejó de existir hace tanto tiempo, que las nuevas risas son dardos que se clavan hondo, tan hondo, como las arrugas que, en sus rostros, marcan el pulso de la dura existencia de penurias y hambre. Tras las rejas se esconden largas pestañas que enamoraron a quién sabe qué tipo de hombres, y que ahora besan los nietos una vez por semana, y las macetas ocultan otras manos diferentes que las riegan en el mismo sitio, pero de distinta forma.
Coches que pasan lejanos, llevan en su ruido la rabiosa actualidad de la prisa y los motores, mientras nosotros, inmersos en ese "modus operandi" de carreras y achuchones, almorzamos deprisa, tomamos el café en vasos de cartón con tapaderas de plástico y amamos justo el tiempo que transcurre entre la cena y el sueño, que es lo mismo que no amar, aunque así lo creamos. El café sabe a achicoria, la comida sabe a tiempo mal usado y nosotros, no tenemos más remedio...
El sol inunda con su color amarillo las fachadas que permanecen, impasibles, fieles a la imagen centenaria de una postal por la que no parece pasar el tiempo, y su calor solo nos sirve para saber que llega otro verano fulminante; para pensar en las vacaciones que habrán de recargarnos las pilas de cara a otro nuevo año de trabajo, mientras cambiamos el sudor provocado por el ajetreo diario por ese otro, más llevadero, de la hamaca y el olor a espeto, mientras queremos que se pare el mundo y que el mar nos dure siempre, por lo menos, hasta que pasemos a engrosar la lista de transeúntes de nuestra época, en esas calles sin tiempo...
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