Las luces de la feria...
Más allá del jolgorio flamenco, de las casetas vomitando sevillanas a todo gas, del albero y los caballos, de los palitos de ron (el que la lleva la entiende), de la "Tere" con la tartana y el tráfico de personas, taxis y más personas, está la calle del infierno; ésa a la que acudimos puntualmente porque un lucero vestido de gitana (que en Graná no se viste una de flamenca) quiere que la montemos en los columpios, y acudimos a su reclamo para llenarnos de reflejos multicolores, buscar en las retinas de nuestros hijos el brillo de la ilusión por montarse en un caballito, darle a una pelota de goma al pasar a lomos de una moto que la inocencia infantil hace que sea de verdad, o la sonrisa que le invade cuando intentas cogerle un peluche de su película favorita de dibujos animados, aunque el truco del establecimiento nunca te deje conseguirlo.
Yo no soy feriante, llámenme loco, pero nunca me ha gustado demasiado (lo hacía porque había que hacerlo) ir al ferial a pasar calor a cualquier hora, dejarme los oídos pelados con la potencia de los altavoces y pagar el doble por platos que contienen la mitad, así que mi "malafornicius granatensis" (gracias por todo, Ladrón de Guevara) se duplicaba, como el precio de las raciones, llegada esta época (excluyendo las indefinibles jornadas del Corpus y la Octava). Pero, afortunadamente, todo cambia con la llegada de un hijo, y comprendes el enorme valor que tenía tu padre al llevarnos a todos, saber el columpio que nos gustaba a cada uno, seleccionar el número de acuerdo con el presupuesto, y devolvernos a casa contentos, cenados, y cargados de cosas que para nosotros, en nuestra infancia, eran maravillosas. Por eso vuelvo cada año, esperando ese momento como uno de los grandes en el calendario, sólo por ver la cara de mi hija recorriendo las atracciones, y pidiéndome "otro más" cada vez que se baja de uno y es que, aunque pueda parecer que no, sus ojos son las verdaderas luces de la feria...
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