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S

e acerca, lo intuyes, lo necesitas...agolpado entre la gente, con el "pase" de arpillera para poder atravesar la barrera de gente, sientes el hormigueo especial que sólo entra cuando ves, de lejos, que los ciriales asoman por la esquina y la delantera del paso hace acto de presencia adentrándose en la calle. Nubes de incienso lo preceden y desdibujan el rostro del que va arriba, sentido y fin de nuestro trabajo, y te ajustas la faja, te aprietas la camisa en torno a la cintura, te guardas la tarjeta en el bolsillo, estiras un poco, te despides de la persona que, curiosa, te ha estado preguntando "¿cuántos vais?", "¿pesa mucho?"...dejas caer una estampa sobre el carrito donde un niño pequeño duerme, incomprensiblemente, para que Ellos lo acompañen siempre, y te lanzas al vacío de la calle para esperar a que el paso arríe de una vez y puedas meterte debajo.

Un guiño del capataz que te insta a fijarte en cómo viene, a fin de que te concentres al máximo y no permitas que baje un ápice la labor costalera; los nervios que arrecian, una mirada de soslayo al público, las órdenes del contraguía cuadrando el paso, la banda que apura los acordes, las voces de los compañeros, la cara del Señor, una oración rápida, una mirada, un abrazo con tu compañero de palo antes de entregarte a todo lo que está por venir y que se desencadena irremediablemente, una vez más, cuando el capataz grita: "oído, ¡¡relevo!!"...

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