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S

entada en su mesa de camilla, ha tiempo que dejó de reconocer el sitio en el que está, y la cama donde duerme. A los marcos de fotos se asoman rostros sin nombre otrora conocidos y queridos, que ahora no le dicen nada, mientras ella sigue en su mundo, viendo una televisión que mira pero no comprende, y lee la misma hoja de la revista cada vez que mira hacia ella.

Sus hijos se van de la casa con el dolor de lo inevitable, y la impotencia de que ella les sonría pero no sepa por qué, ni quiénes son los niños que la abrazan llamándola abuela aunque ella nunca les responda. En este continuo deambular por las sombras de la mente, ella es feliz durante cortos espacios de tiempo, y luego vuelve a su oscuridad, removiendo la taza del café de sobremesa, tras comer el almuerzo que cree que prepara, y se duerme la siesta.

Ni sabe, ni recuerda, pero hoy la han despertado los tambores e, instintivamente, se levanta de la mesa y corre a abrir el balcón, como sabe que ha hecho toda la vida, y se ve con su familia, ahora sí sabe quiénes son, asomada a la calle justo en el momento en que el Crucificado casi introduce su mano herida en las rejas de su casa. Ella le coge el dedo al Señor, le reza un Padrenuestro y se va feliz a su mesa de camilla. Sus hijos y nietos se despiden, pero ella ya no los conoce...


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