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C

uando todo está a punto de empezar, él mira el ir y venir de hábitos, monaguillos y costaleros, que deambulan buscando su sitio en el templo. Todo se coloca exactamente igual, todo donde debe estar, para que el discurrir de nazarenos sea fluido cuando se abran las puertas y la hermandad, convertida en cofradía, salga a la calle. 

Él sabe dónde debe estar, también, esperando que lo llamen, para esa labor efímera, como todo lo que tiene que ver con la Semana Santa, casi fugaz, por lo breve, pero tan intensa que hace que se le erice el vello, y que salga del instante con suficiente carga de paz como para aguantar los envites de la vida durante un año


Los nazarenos van saliendo, ordenados al máximo; la cruz de guía hace rato que anunció en la calle quién sale hoy a la ciudad y el paso se va acercando a la puerta rubricando el humo de las velas sobre el techo que ya es ése día, y los guardabrisas dejan su rastro de luz sobre las paredes, adivinándose desde fuera la mole dorada que es el misterio de su hermandad. 

Tras la salida, justamente difícil, el Señor se pone en la calle y llega su momento. Agarra la escalera, sortea los tramos de cruces y se acerca al paso, depositándola suavemente sobre el canasto. Con más suavidad todavía coloca un pie, afianzándolo sin alterar la escena y, una a una, va poniendo las potencias sobre la cabeza de Cristo, se santigua y se retira, habiendo sido el que más cerca ha estado de Él, durante toda la estación de penitencia...

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