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acalao, torrijas, pestiños, roscos y arroz con leche. Escaparates llenos de nazarenos de caramelo, pasos en miniatura y el olor que te invita a entrar a la esquina sempiterna, donde alguna vez te llamó la Semana Santa, por los fogones.

Calles con nombre de instrumento que llama a la ciudad para despertarla de un letargo de lluvia y viento que la ha tenido sumida en la oscuridad para sacarla a la luz, al aire fresco de una primavera que necesita todo lo que está presto a suceder para ser primavera, de lo contrario, sería...otra cosa.

Calles con nombre del Cuerpo de Cristo que han llenado la cuaresma de carteles y cerveza fresquita al amparo de una charla entre amigos y de besos a las que aguantan más que una delantera de palio en una "arriá", bares con nombre de palos de baraja por cuya puerta te asomas al barrio de los barrios y ves venir, de frente y muy cortito, la Semana Santa.

Potaje de garbanzos y espinacas, pavías de bacalao (otra vez), croquetas de lo mismo y de lo otro, que aderezan la vigilia mientras un paso tapado por sábanas blancas nos agudiza la "mudá" del entendimiento. En casa, la plancha humea y deja impoluta la tela que lleva un año guardada; se tragan los últimos trozos del postre, y se preparan las cosas porque, ya mismo, habrá que vestir esa túnica para decir: "yo soy del tramo del Señor"...

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