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S

e levanta temprano, a las ocho de la mañana, desperezándose lentamente mientras le dedica un abrazo a su padre, preguntándole por su madre como cada día, una vez que sus ojillos han logrado abrirse.

De ahí, la bata y al sofá, para ver un poco los dibujos mientras su padre prepara el desayuno con el tiempo contado al milímetro, como andan los pasos de palio, para fregar, hacer camas, antes de que ella acabe de comerse las galletas, justo cuando la vista y la peine para ir al colegio.

A las dos, corriendo a casa a comer que hay que irse a las actividades extraescolares, luego deberes y, casi sin tiempo para más, cena y se acuesta hasta el día siguiente. 

Está cansada, y las responsabilidades que le hemos impuesto las acepta como una jabata, de sólo cinco años, sin quejarse, pero necesita un día sin prisas, sin estrés, para estar tranquila y ser feliz, y es cuando su padre decide llevarla a la hermandad, a que vea y disfrute cómo el tiempo no altera las cosas de siempre, cómo es posible hacerlas lentamente para que estén bien hechas, y cómo la tranquilidad es necesaria en este mundo, al menos, el cofrade. 

Hoy toca llevarla a ver cómo le ponen la candelería a su Virgen...

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