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esde la ventana, la calle estrecha de adoquín severo acompaña el caminar de un espigado nazareno que, la cola recogida sobre el brazo, se dirige por el camino más corto a la iglesia donde esperan sus devociones. Él, mirando cómo se va, sueña agarrado a su baranda con ser igual, vestir la túnica nazarena y acompañar, con su luz, al Señor que tanto sabe de las cosas de su casa. Hoy es un juego, y jugando se baja del escalón de la ventana para sumergirse en sus quehaceres de niño, mientras el día santo avanza en su tarde, esperando ir al encuentro de las hermandades.
No ha echado cuentas el zagal, inmerso en sus nazarenitos de barro pintados por él, ordenados en larguísimas filas por su habitación, que su padre se tomó el postre y se fue, y que no ha vuelto a verlo desde entonces, y ya su madre le reclama para ponerse la ropa nueva, peinarse, y acercarse a la esquina donde se ensancha el recorrido y se pueden ver mejor los nazarenos. De pronto, uno espigado, tanto como el que se alejaba hacia el sol de la tarde en la calle adoquinada, le aúpa sobre sus hombros y lo abraza tiernamente...El niño, tras la impresión del momento, repara en las líneas de las manos, en la mirada que asoma tras los ojales del capillo, y le devuelve el abrazo con lágrimas en los ojos...
Cuando pase el tiempo, será él el que ice a alguien sobre sus hombros, alguien le estará esperando en la esquina donde se ensancha el recorrido y se pueden ver mejor los nazarenos, y volverán, otra vez, las lágrimas a sus ojos...
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