Fiestas del pueblo...


Tras los últimos acordes, el escenario queda en silencio y, en la boca, el sabor del trago apurado como sin querer hacerlo, dejando en ella el gusto de lo que recién termina, que dirían los argentinos. De camino a casa, su mano en la mía aprieta fuerte, para sentir la seguridad que sólo yo le puedo proporcionar y que algún día comprenderá que no es tal, mientras me cuenta lo feliz que ha sido,(aunque su cara lo delataría si ella no quisiera hacerlo), y emprendemos el recorrido que, sólo unos días antes, nos emplazaba en ese mismo lugar, pero en sentido contrario.

Los operarios afanados en su labor la hacen pensar y lanzar nuevas preguntas que no acierto a responder del todo y a la misma velocidad, y sus ojos deambulan de un lugar a otro, en los que suceden similares situaciones, a saber, recogida de sillas, golpes de martillo, escaleras y luces apagadas. Eso es lo que más le llama la atención, cómo hace apenas unas horas todo brillaba en su esplendor y ahora sólo queda silencio y oscuridad en donde antes había destellos, música y gritos. Los chiquillos miran de soslayo y apenados el cementerio de luces de colores que mañana habrán de resucitar en otro pueblo, para despertar las risas otros de niños, como ellos, en ese trajín que siempre es una atracción itinerante. 

Una última mirada, ella y yo, a la calle que hasta hace poco ha sido testigo del trasiego intermitente de gente, de bullicio, de ruido, y comprendemos al mirarnos que algo ha cambiado en nosotros. Ella el año que viene se podrá subir a los columpios de los "grandes", y a mí se me resta una feria más, sabiéndome el barquillo del vino dulce a madurez, mientras mi mente anda quién sabe por qué recoveco de la infancia con mi mano apretada fuerte a mi seguridad. Un "hasta el año que viene, en el mismo sitio, si Dios quiere", mucha felicidad en su cara y más incertidumbre en la mía cuando, al dejar el recinto, ambos sabemos que se está acabando el verano, al apagarse la última bombilla de las fiestas del pueblo...

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