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Recuerda que su madre le contaba que una vez, hace muchos años, un Crucificado de su devoción estuvo expuesto, con carácter extraordinario, en la catedral de la ciudad. Ella, devota del Señor, procuraba acompañarlo en todas las oportunidades que tuviese, bien fuera yendo a su iglesia cada Lunes, bien en los actos que su hermandad le dedicase. Ese día fue uno de estos últimos, y acudió a la cita acompañada de su hija, muy pequeña, aunque no puede precisar al edad exacta que ésta tenía en aquel momento. La niña iba muy contenta porque iba a ver al Cristo, y no paraba de preguntarle cosas a su madre acerca del porqué, el cómo y el dónde del besapiés.
La cola era grande, dado todo lo que movía (y mueve) el portentoso Crucificado, por lo que tuvieron que esperar su turno de acercarse, y la niña no podía verlo, ya que su corta estatura era sobrepasada por la marea de gente que les precedía. Llegado el momento, cuando su madre se apartó para la que lo viera, la niña se pegó a sus faldas y, con una mueca de miedo, se quedó parada sin querer acercarse…
Pasados los años, otro besapiés, en otro barrio, otra hermandad, otro Crucificado, no menos portentoso que el anterior, le lleva a él, acompañado de su hija de corta edad que, ilusionada, le pregunta en su “media lengua” los motivos de ir a verlo. La misma cola, la misma espera y, cuando llega la hora, la misma reacción que su tía tuviese hace años y es que, por muy dulce que sea la muerte, siempre conmueve y asusta…
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