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En la “recogía”, ese momento del recorrido que pone en jaque las fuerzas de los hermanos, cuando el relente del comienzo de la noche ha dejado paso a la fría madrugada y las calles se vuelven hinóspitas, la gente se retira a sus casas, o a otros encierros y el cansancio hace mella, el Hijo de Dios avanza pausado por el centro de la avenida, vislumbrando sus capataces, al final, la luz acogedora de la sede de la Hermandad.
Así viene, cuando los guardabrisas son un ascua titubeante por culpa de la poca cera que queda ya en las velas, cuando su mecida es más pesada, más cadenciosa, cuando se levanta y el quejido de sus hombres te traspasa, y es en esos momentos cuando la marcha se hace más amiga, más confidente, y deja con su sonar una caricia de ánimo, bálsamo para los que lo esperan, lo llevan, y lo acompañan. Surge la marcha, cumpliendo su musical trámite, y trasportando a todos los presentes al momento de la salida, el bullicio y el calor, mientras la noche ha cogido de la mano a la ciudad para llevársela a dormir, y el portentoso paso parece otro, aun siendo el mismo de antes.
En un momento determinado de la interpretación, salta la chispa, el quejido de metal de la corneta que, en un magistral “sólo”, ha conseguido fundir en uno al público y al paso, hasta el punto de que no se sabe dónde empieza uno y acaba el otro; rasga el velo de la noche el intrépido sonido, sin que ninguno de los presentes respire, y el Señor nos va dando la espalda, camino ya de su retiro, otro año más…es tal la emoción, tal la contención de nervios, tal la unión entre banda y paso, que parece que nada puede romperlo pero, al acabar el ·sólo·, el resto de la banda irrumpe con tal ímpetu, que la gente estalla en aplausos y a uno le queda sólo el pensamiento…”quién fuera corneta”.

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