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Durante la estación de penitencia, el costalero abraza el zanco para impedir que se mueva durante el avance del paso, y corregir, en la medida de lo posible, los vaivenes que éste pueda tener mor de las calles o de las órdenes, rápidas y que no admiten demora, del capataz.
Su mano queda casi oculta por el faldón, asomando de vez en cuando en ese mapa que representa la vida del costalero, que es el estado de la misma. Muchas veces hemos imaginado la clase de hombre que se esconde detrás de esa mano, intentando saber algo de su vida, sólo porque la hemos visto asida a la madera del paso, intentando adivinar sus devociones por las pulseras que la decoran, o si es casado o no, por el anillo que lleve entre sus dedos.
No se sabe el motivo por el que esa mano asomando por los faldones conmueve, hasta el punto de que más de una vez la acariciamos, como si con esa caricia quisiéramos recompensar el esfuerzo del de abajo, o recibir un poco de la gloria que le imaginamos a todos los que llevan a las sagradas imágenes.
Para él, quizá pase desapercibido que desde fuera le brindamos, como homenaje a ese trabajo voluntario por el que la Semana Santa es así, y no de otra manera, ese leve roce con su mano. Para él, quizá no pase desapercibido, y con ese gesto sonría mientras el paso avanza y otras manos esperan cruzarse con la suya. Quizá, lo bonito de salir de costalero esté precisamente en lo que no ves, más que en lo que ves, y lo que reconforte su espíritu mientras entrega el corazón bajo los pasos es que, al pasar nuestros Cristos y Vírgenes por las calles de nuestras ciudades, alguien se conmueva al mirarlos y los sienta cerca cogiéndole la mano…

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