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Por el callejón del barrio, pegado a la tapia de otras veces, espera a que la cruz parroquial anuncie la llegada del cortejo. Es éste unas de los momentos de su Semana Santa que más significan para él, sin ser hermano siquiera de la hermandad a la que espera, y que ha empezado a derramar sus ordenadas filas de hermanos, cirio en mano, sobre el grisáceo pavimento de la calle. El sol sigue ahí, pero matizado por la translúcida presencia de alguna nube inoportuna, que no parece amenazar lluvia sobre él, que sigue contando hermanos, a la espera de que llegue el Crucificado, al que llevan hasta el lugar que será de salida para la estación de penitencia del día siguiente.

Aunque él no lo pretenda, su mente ha empezado a ordenar recuerdos innombrados pero presentes, que acuden a su memoria sólo con el lugar, la hora, y el día. No es la primera vez que espera al Señor en esa tapia, y no lo ha hecho siempre sólo, sino que antes iba con su madre y hermanos, luego con sus hijos y, ahora, con todos y con nadie a la vez, por esas cosas que tiene la vida de situar a las personas sólo en los instantes que a ella le viene en gana.

Hace tiempo que viene sólo, y nota que las caras de los cofrades son desconocidas, lejos de aquellas que le saludaban a él y a sus hijos mientras acompañaban el solemne traslado de Cristo, y no puede dejar de preocuparse, sabiendo que quizá, muy pronto, él vuelva con ellos a hacer ese traslado, como espectador por las calles del cielo que, ahora sí, se ha quedado totalmente encapotado. El incienso empieza a dar su aromatizado pregón para anunciar la presencia del Omnipresente y ya todo es silencio al paso de la sublime talla del Señor, un Señor que no es de su hermandad, ni de sus cofrades, no es ni siquiera de la ciudad. En esta jornada matinal, el Señor es el de su madre, sus hermanos,…el que pasa delante suya, al que saluda santiguándose,..es, ni más ni menos, el Señor de su vida.

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