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En la ciudad longeva, cargada de historia, amanece cualquier mañana inundando el sol con su presencia la habitación del hotel que, en caótico trajín, los acoge desde la noche anterior. En las calles, los transeúntes se entregan a su tarea, ajenos al ocio que se asoma desde la ventana del primer piso, restregándose los ojos (qué bonita está cuando despierta). Los pregones de los dueños de los puestos lanzan al aire sus productos en un idioma ensordecedor, pero de un ruido melódico, casi agradable, que le recuerda a su ciudad, tan lejos y a la vez tan cerca.
Al salir a la calle, todo está muy distinto a la tristeza de la noche anterior, cuando la lúgubre atmósfera de una ciudad rindiéndose al sueño casi les asusta, y es que el sol lo alegra todo, por muy fríos que estén los ánimos. Paseando de su mano por la ciudad, sus ojos van de un edificio a otro sin posarse en ninguno, de una estatua a otra, de un palacio de acaudaladas familias medievales a otro, mirando en las fachadas los nombres de los que fueron y que tanto hicieron por la humanidad desde la rama de su estudio. Al final, en una calleja angosta paralela al río, las casas se adaptan al trazado de la calle, retorciéndose al final en un sinuoso espacio, tan estrecho, que hace que los balcones se saluden. En el aire que queda entre los portales, algunos turistas sacan la cámara para inmortalizarse, mientras que otros saborean un helado típico de la vecina casapuerta. Él, mire usted por dónde, no coge la cámara, se ha quedado absorto, fija la mirada en la calle que se pierde y su mujer le saca de sus pensamientos al preguntarle. La respuesta, rotunda, saca a relucir su naturaleza, que no se pierde nunca…”qué bonito iría por esa calle un paso de palio”….
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