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“¡Shhh….! Mi niña,…¡Shhhh…!...Corazón…no te pongas a llorar ahora, mira que ya queda poco y nos vamos…ea, ea”,…se va repitiendo el padre mientras su niña, de apenas meses, empieza a sentirse incómoda; balbucea, se despereza, y amaga con romper a llorar mientras su madre le pone el chupete y su padre la sigue meciendo, dulcemente, entre sus brazos.
Es Domingo, la han arreglado con su “vestidito” y su capota a juego para darse un paseo por la ciudad, o eso parece, pero lo cierto es que el paseo ha sido corto, desde el garaje a un lugar cerrado en el que hace calor, aumentado por la gente que se agolpa alrededor suyo. Los gemidos de la niña han hecho volverse a la señora de turno sobre su asiento que, con cara de desprecio, mira al padre y a la madre preguntándose, quizá, por qué han tenido que traer al bebé que no le deja escuchar nada, olvidándose de aquél que murió en la Cruz y que dijo aquello de “dejad que los niños se acerquen a mí…”.
La pequeña ya está más inquieta, pero se va calmando, y todo discurre con la normalidad que debiera, hasta que se escucha un nombre, el padre se hace hueco entre la gente y avanza orgulloso y nervioso, acercando a su hija hasta quien la llama, el cual, al verla, no tiene más remedio que esbozar una sonrisa mientras espera que ella llegue hasta él. El padre se coloca en su sitio, y responde por ella, dándole un legado que sólo unos pocos pueden tener, y hacerla partícipe, desde ya, de toda su historia; la de su familia, la de su cuidad…la niña se rebela, amaga con un llanto, pero al fin se consigue el cometido, ya descansa sobre cuello la medalla de su hermandad…
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