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La noche en que todo se acaba empieza a fraguarse muy temprano, porque él se levanta temprano imposibilitado para dormir por los nervios que le han acompañado desde el momento en que se acostó pensando en este día. El desayuno preparado deja indicios más que suficientes de qué día es el que ha amanecido y, todavía en pijama y restregándose los ojos, corre hacia la ventana para comprobar que el cielo raso de la noche anterior no se ha esfumado como la Semana. Se viste y se encamina al templo, por el mismo camino de siempre, los mismos árboles que le saludan impertérritos, el mismo puente bajo el que se cruzan dos ríos, juntando sus aguas como se juntan dos partes de la historia de la ciudad. La misma torre, el mismo local pero sin esencia, donde aguardará dentro de unas horas a que sus capataces, razón y víscera, locura y sensatez, chispa flamenca y orden casi monacal, dispongan el momento para que la tropa se movilice. Todo permanece igual, y lo esperan, como él espera reencontrarse, reconocerse, sentirse y crecerse, ante la mirada más dulce que jamás pudiera salir de mano humana.
En esa venia, se entrecruzan miradas, y Ella le da permiso a él para echarse a la calle en su nombre; para espolear los caballos del orgullo y de la sinrazón, para liberar su desquiciado corazón cuando de Ella se trata, porque él es un loco elegido, es un paria, un don nadie, un indocumentado y un sin techo, que necesita de Ella para poner orden en sus cosas cada año, cada día. La despedida no es larga, es más un hasta luego, y en un abrir y cerrar de ojos se pasa de la oscuridad del templo a la blancura del pantalón y el costal, al aroma a colonia, al frasco de las esencias por destapar y a la verdad que lleva dibujada Ella en la cara.
La noche que todo se acaba, tiene su frontera física en el dintel de la puerta que separa la noche cerrada tras su manto, y la claridad del día en su delantera. Cuando sus locos enamorados, rodilla a tierra, hayan empezado a meter el palio en la Iglesia, se irán escapando, grano a grano, los minutos que quedan de Semana Santa. Cuando su iglesia a oscuras sólo esté pendiente del incendio que es su cara, cuando su marcha suene, y todo se silencie, cuando retumbe en el interior del paso la voz de un hombre llamando a otro, todo se estará yendo, como se van las lágrimas que caen desaforadas e incontenibles al mirarla, en ese momento en que todo es Ella y Ella es de los suyos…ahí está la verdad, en los ojos de los nazarenos que no la miran durante el trayecto, en los cuerpos cansados, en las lágrimas, la respiración y el racheo, ¡qué concierto puede ser mejor que esa música!, en la belleza de su palio, en su Hijo ya esperando hasta otro año, en su historia, en lo que desata al pasar, y en lo que pasa si Ella no pasa…la noche en que todo acaba, él se abrazará a los suyos, le secará las lágrimas a esa amiga que no puede vivir sin Ella, le hablará a su hija de quién es Ella y por qué son de Ella, y le explicará que la del manto exigente, la de la saya torera, la que navega siempre, la que no hay tempestad que pueda con Ella, la de la  mirada dulce y la cara bonita, le renovando el “contrato”, otro año más, dándole fuerzas para aguantar otro año más, renovándole la sangre para vivir otro año más, mientras Ella se va despidiendo a los sones de su marcha la noche en la que todo se acaba, otro año más…

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