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Al pasar por la puerta del viejo taller del barrio, el olor a oficio le ha asaltado el olfato y ha vuelto a pararse un rato a observar al hombre, enjuto de rostro y cano el pelo, ya viejo también, que tantas veces ha abierto su puerta a su curiosidad para que viese cómo arreglaba los muebles de los vecinos.
El suelo, una alfombra de restos de madera, serrín y algún clavo desperdigado, es como una agenda que le da información precisa de los encargos que allí han tenido lugar. Los sillones desarmados, lijados con maestría, volverán ya mismo a ser el lugar sobre el que se pasará la vida de sus dueños, ora descansando, ora sentando sobre las rodillas algún nieto que solicita su dosis de atención y juego.
Herramientas de todos los tipos y tamaños, cada una para lo suyo, esperan ordenadas, en el mismo hueco del banco, a que la docta mano las use para pulir una mesa noble, o darle forma a los adornos que completan un mueble no menos señorial, venido a menos, mor de las casas de ahora en las que no entran su tamaño, ni sus recuerdos.
La bata azul salpicada de serrín, el mismo que tamiza las gafas puestas sobre la nariz y que se queda en su mano cuando él le ofrece la suya, encallecida y experimentada, son el sello de identidad del carpintero del barrio, heredero de san José, al menos en cuanto a oficio se refiere.
Que el tiempo se detiene en el local, lo demuestra la vieja foto enmarcada de la Patrona de la ciudad, y la ausencia de tecnología que, aquí, se reduce casi exclusivamente a una radio, tan vieja como el propio establecimiento, y una calculadora que debe estar por algún lado, si bien las cuentas se hacen con el lápiz que descansa en la oreja, y se anotan en un cuaderno de pastas de impredecible color y hojas, casi amarillas, de una sola línea.
Cuando pasa por esta puerta, la mente se le va a aquella otra que daba paso al lugar donde el escultor diera los primeros toques a la que habría de ser el referente devocional del barrio, y al regalo que les hizo a los que allí estaban en forma de virutas de madera desprendidas tras los primeros golpes de gubia. Él aún los conserva, cómo no, y se le vienen a la memoria los que quedan en el suelo del viejo carpintero enamorado de su oficio, alfombrando la estancia, y no puede evitar compararlos con los que descansan en su caja de recuerdos cofrades, pensando casi al instante...cuánto amor cabe en ambas virutas...
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