21...
Al entrar el palio y cerrar las puertas, la hermandad se reúne en torno a sus titulares para un momento de oración, generalmente, con el fin de dar gracias porque todo ha salido bien, y luego se procede a despedirse para, por el camino más corto aunque se torna el más largo, sin rodeos innecesarios, terminar en casa la estación de penitencia.
Mucho antes de ese momento, el capataz del paso de palio habrá ordenado a sus hombres colocarlo en su sitio, sirviendo esta maniobra como última chicotá, y como despedida de la Virgen de sus costaleros, y del resto de hermanos, hasta el año que viene.
En esa última chicotá, cada miembro de la hermandad aprovecha para verle la cara a su Virgen, mudo diálogo, las más veces con lágrimas, que se produce a través de ese hilo de contacto directo entre sus corazones y los ojos de María, y que se recordará durante el resto del año cuando sea necesario algo más que fuerza para aguantar los empellones de la vida.
Al final, cuando el palio se posa, descansando sus zancos definitivamente, él se coloca en su sitio, ése que sólo conoce él (o eso le dejan creer) para dedicarle a la Virgen su particular rezo, ya que durante todo el recorrido sólo ha podido estar pendiente de relevos, ayudas al capataz, órdenes propias del mando, de solucionar los desaguisados que hayan podido surgir, como en cualquier cuadrilla.
El estrés de la estación se abandona en ese sitio en el que estira, al fin, las piernas, descansa el cuerpo y la mente, muy cerquita del objeto de sus desvelos, esa Virgen que, sobre su paso de palio ahora apagado, ha recogido la fe de su ciudad como cada año, pero de manera diferente.
Cuando los abrazos de los costaleros retumban en el templo que se va vaciando poco a poco, y se le recuerda a los hermanos que no cojan flores de la Virgen, él busca el silencio (muy suyo por otra parte, mustio el traje, mustio el corazón) como mejor forma de hablar con Ella, creyendo estar seguro de todo, a salvo de miradas y apretones de manos, abrazos y palabras, que sólo enturbian ese íntimo momento suyo con su Madre. Pero se equivoca. Él no se queda sólo en su sitio porque los demás ignoren cuál es éste, sino precisamente porque lo saben y le dejan que se desahogue, que hable con Ella, y que piense todo lo que tenga pensar.
Después, cuando creen que ha pasado un tiempo prudencial y suficiente, alguno se acerca, se sienta junto a él, y sólo cuando él nos da la venia, se funden en un abrazo que lo contiene todo, lo dice todo, lo demuestra todo y lo define todo, como cada año, pero de forma diferente...
Fuente fotografía: Trinidad Córdoba.
Comentarios
Publicar un comentario