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Mantiene en su cabeza el olor de la infancia, a agua de colonia con huesos de chirimoya para prevenir los piojos, y en su cara el frescor de recién arreglado, ropa de Domingo y amplia sonrisa, para disfrutar de los días grandes en el pueblo. Recuerda la mano de su abuela peinando su pelo, sus besos en la mejilla, aunque se perdieron las palabras que le decía al oído antes de entregarse, zaguán recio de casa solariega, al sol de la calle.

Una puerta pesada, de madera noble, con aldabas de hierro y apliques de metal, aísla el interior de esa calle empedrada donde ya lo recibe la mano de su abuelo. El escudo familiar en el marco de piedra, con ladrillos enormes ribeteados del rojo con que firmaran los canteros, le habla al pequeño de la historia de su apellido, y le hace henchir el pecho, calle abajo, camino de la plaza.

Su abuelo, pelo escaso y peinado hacia atrás con patrico, barba blanca a juego, sólo salpicada por algunos vestigios del color que, en otra época, tuviera ese pelo, bastón de madera y cabeza de animal en el puño, terno negro y gafas redondas, saluda a un muchacho con sotana que sonríe hasta el extremo, en excesivo ceremonial, mientras le pellizca a él, sin compasión alguna, en las mejillas. Siguen andando, más saludos a hombres de chaqueta y corbata, sombrero de copa y pañuelo de encaje, y una puerta que se abre sostenida por un monaguillo de enaguas gastadas.

Allí espera, sobre un palio pequeño muy rico en orfebrería, la Virgen de la familia desde tiempos inmemoriales, dorados varales, doradas jarras, y un manto bordado en oro sobre terciopelo rojo, granate y oro, de los taurinos. Su abuelo le insta a rezarle a la Virgen con palabras que estrena sin saber que las sabe, y se agacha hincando en el suelo las rodillas, mirado embobado la imagen en su palio.

Poco recuerda, sin embargo, de esos días en el pueblo, calles del medievo e historias pasadas, este hombre actual en el que se ha convertido. Su abuelo ya no está, la casa dejó de ser de la familia, aunque las calles y Ella siguen en el mismo sitio alteradas, empero, por el discurrir cambiante de los días. Hace años que no ha pisado su pueblo, que al menos lo era por aquellos entonces, pues el trabajo, los niños y la rutina que aprieta, le fueron anclando a la ciudad que ahora habita, y se hace prometer a sí mismo que irá con sus hijos a rezarle a la Virgen, ahora que parece estar llamándolo desde el interior de su desgastada memoria, bramando en el interior de su pecho desde la imagen de otra Virgen, palio más grande, que se despide de él al doblar un esquina, mostrándole un manto bordado en oro sobre terciopelo rojo, granate y oro, de los taurinos...


Fuente fotografía: Columna de Málaga
   

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