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Lo conoció en ese barrio donde las musas vuelan en derredor con las golondrinas y la poesía se escribe en un patio lleno de geranios. En un pretil, un pie en la tierra y otro en el abismo, cantaba a quien lo quisiera escuchar con una gorra puesta boca arriba, mala suerte torero, sobre el adoquinado pavimento, esperando la voluntad. Sus huesudas manos acariciaban la guitarra con dulzura, y sus dedos finos y largos arrancaban de las cuerdas quejidos lastimeros de un amor que se iba y otro que se venía. Sin saber cómo, la melodía le llevó a él a acariciar la cintura de su mujer, dibujando círculos sobre la gasa de su vestido.

Unas botas sucias de tacón ancho daban apoyo a un cuerpo desgarbado. Pantalón negro, camisa y levita, y en el cuello cordones de cuero y un rosario. El mismo aire que se llevaba las notas por las calles del barrio, movía su pelo recogido arriba con una goma para que los ojos se le quedaran libres y poder mirar a la gente que lo observaba, ansiosos de arte, sorprendidos por el talento. La mirada profunda del artista, llena de verdad, se cruzó con la suya, que lo estaba mirando desde arriba asomado a su chaqueta azul marino, justo en el momento en que le estaba dejando una tarjeta en la gorra.

Al acabar la función, o lo que es lo mismo, bien avanzada la madrugada de cerveza y cigarro, leyó la tarjeta dejándose caer en el camastro que lo acogía por las noches, jurándose que a día siguiente iría a ver al representante de la discográfica cuyo nombre rezaba en ella. 

Hoy día, ese músico callejero es un consagrado artista, aunque ya lo fuese antes para los vecinos y turistas del barrio, con muchos discos ya en su haber, pero para él, el que le dio la tarjeta tras dibujar círculos en la gasa de un vestido, siempre será el músico de barrio que, en agradecimiento, compuso para él esa maravillosa marcha con la que, cada año, se mece su Virgen...

Fuente fotografía: andalusiansoul.net

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