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Las historias que cumplen años, van haciendo historia, engrandeciendo la figura del que las hizo, o las vivió en primera persona, dejando testimonio de hechos que sucedieron o, simplemente, contribuyendo al chiste de cualquier tarde distendida al calor de una mesa de camilla. 

Los pueblos tienen historias, las ciudades, los países, y las personas, a diario, construyen historia, bien haciendo su trabajo de forma inmaculada, bien viviendo sus vidas día a día, historia de los suyos y de ellos mismos de las que dará cuenta, algún día, la palabra de sus hijos o alguna carta escrita en papel amarillo y cuarteado. La historia es nuestra, y nos pertenece, porque la historia del mañana es el presente que vivimos, y por ello hay que hacerlo de manera impecable, cuidando los modos no vaya a ser que alguna vez se nos eche en cara algo y no nos guste verlo. 

La historia a veces no se escribe, se borda; dejando en el hilo de oro la constancia fidedigna de la mano que dio a luz a la obra, y siendo historia ya el momento en que se hizo, a partir del día siguiente a aquel en que se entrega. A veces la historia se oye, y las notas nos recordarán algún día que estuvimos en el nacimiento de ese pentagrama, y le dimos la mano al autor de la belleza que disfrutarán nuestros nietos. La historia está ahí, en la pátina que da empaque a los rostros de nuestros Cristos y nuestras Vírgenes, en la primera piedra de un tempo que será Basílica, o en las chapas metálicas que permanecen en los zancos de un paso de palio. La historia es la foto de tu padre vestido de nazareno y tu caja de tarjetas de sitio, el antiguo quinario que ya es novenario, o una estancia en donde hubo una imagen que ahora preside el altar mayor. Es ese viejo cuarto en el que no se cabía para recoger la túnica, y son los pasos de nuestros abuelos sobre el asfalto del barrio. El color de un manto, las hogueras de un puente, pasos que sirvieron a los comienzos de todo y personas que contribuyeron a que todo sea como es, que es como debe ser.

Un fajín rojo con un broche que es un escudo, la persona que lo dio, los que vinieron a presidir la hermandad desde lejos en tiempos difíciles sólo por respeto a un nombre, a una devoción. Algún tío abuelo que tuvo el honor de ir delante de la Virgen sólo por hacer lo que hacía, algún padre que cubrió carrera a esa misma Virgen, años después, porque la mili se lo permitió y él quiso; el color de los viejos uniformes, la disciplina de esos saludos, que formaron un carácter y abrieron un vínculo que perdura hasta nuestros días, y del que somos hereditarios.

El color de esta historia podría ser cualquiera de los que forman la gama cromática, pero el de esta historia es de color azul. Un azul ni cielo ni mar, ni celeste ni marino, un azul único y especial, que me lleva a otros tiempos que son, gracias a ellos, los mismos de ahora. Un color que, además, tiene nombre, la de la patrona que le sirve de auxilio y protección, la llaman Loreto, pero alguno hay por ahí que tiene, además, a otra que tiene un fajín abrochado con un escudo.

Alas, azul, y aire, uniformes azules e historia, mucha historia... 

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