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Su hermandad es longeva. Lleva muchos años fundada y, precisamente por eso, su imagen titular es una verdadera joya de la imaginería que llega a sobrepasar los cuatro siglos desde su hechura. Esta imagen, de tantos rezos, de tantos cultos, de tantos cirios como se han encendido ante Él, de tantos besos y tantas estaciones de penitencia, se ha ido deteriorando por mucho que su hermandad guarda el más exhaustivo empeño en que esto no ocurra, ya que el paso del tiempo es inevitable y a todo, y a todos, afecta.
Su Cristo corresponde a uno de esos casos en los que la devoción ha traspasado la barrera de los años, y su ciudad le rinde pleitesía casi como al mismo patrón, o puede que igual. Es una de esas tallas, la de este Cristo, que conmueve con sólo mirarlo, en el que se observan claramente los vestigios del martirio y que le hace, desde el mismo momento en que se fija en su cara le hace, reflexionar acerca de qué es su vida y cómo la está llevando. Es una de esas tallas, la de su Cristo, que se ve un día de culto y se palpa en el ambiente que la gente lo necesita y que acude a Él, sin necesidad de tener que ser miembro de la hermandad, sólo porque sabe que es infalible.
Su Cristo, por esas razones de antigüedad, porque lleva siglos muriendo en su ciudad, ante infinidad de paisanos, infinidad de motivos de rezo, infinidad de situaciones en la urbe, agradecida y entregada, en la que parece que no le ha pasado el tiempo, pero sí le ha pasado, hubo de restaurarse para devolverle la impronta que le dejara su escultor, y para recuperar el esplendor de una de las piezas clave de su imaginería, si no la más.
Él recuerda que, una tarde, aquellos amigos con los que descubría la Semana Santa le citaron en los aledaños catedralicios puesto que llegaba su Cristo, ya restaurado, y había que prepararlo para que la ciudad volviese a verlo, aunque ya no podría ser de la misma forma que antes, no en su capilla, sino desde la Catedral, y con un solemne traslado hasta su sede canónica.
Todavía, después de haber pasado años desde ese momento, siente al evocarlo los mismos nervios que sintieron, él y sus amigos, aquella vez cuando lo sacaron del cajón en el que venía pertrechado el Señor, a fin de evitarle cualquier percance, y lo dejaron en el lugar donde habrían de desembalarlo. Recuerda a sus hermanos, más jóvenes, él casi niño, solemnes y ceremoniosos, cuidadosos al máximo, por ser Él quien es, serios, con los ojos emocionados y alguna mano acariciando la vetusta imagen de la caja, como si al hacerlo fuese la misma madera del Señor.
Al abrirlo, el escalofrío fue tal, tan grande la envergadura del momento, que cada vez que se va con la mente a ese instante siente lo mismo que aque día, imborrable ya para su memoria cofrade, en que siendo el mismo Cristo, pareciese estar estrenándose a los ojos de su expectante ciudad, ante sus hermanos, y éstos y aquélla, ante Él.
El que no haya vivido algo semejante, no podrá entender lo que él siente al recordarlo, porque estas cosas son exclusivas de cofrades casi niños, hermanos ceremoniosos, cajones y Crucificados.
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