Italiano descafeinado...
Iba caminando por una calle iluminada por un tímido sol de mediatarde, de medianerías de Octubre, y ya se empezaba a notar el cambio que habría de sufrir la temperatura, a menor, en las próximas horas. Se iba fijando en todo y en nada, allí un muro de piedra que sirve de muralla a un viejo castillo conservado al más mínimo detalle, algún coche despistado, más confundido que ayudado por las señales dispersas, que habían dado con sus ruedas en una calle peatonal como era ésta donde andaba, o se dejaba llevar, por los trinos de los pájaros cruzándose, en su retirada, con la llegada de los murciélagos, verdaderos protagonistas de la noche. Más allá aún, una mujer le limpiaba la camisa, o eso intentaba al menos, a un gracioso mozalbete de rubios rizos y grandes pecas, que se acababa de tirar medio helado sobre el tejido, para la desesperación de esa preciosa joven de melena larga y gafas ochenteras que debía ser su madre, pero por su edad podría haber sido cualquier cosa.
Las luces de los viejos faroles, tan antiguos como la muralla, iban avisando, con su encendido amarillento, de que era la hora en que el día se despide, y los jóvenes salen de sus casas, perfume y camisa recién planchada, a encontrarse con su destino en esa ciudad, si es que se le puede llamar así, que parece que invita a ello desde cualquier parte de su estructurada fisonomía. En su caótico paseo, advirtió que la acera terminaba en un falso murete que permitía el acceso a un caminillo que hacia las veces de entrada a una casa magnífica, no por lo que mostraba, sino por lo que ocultaba, tras gruesas paredes que el tiempo blanqueó y pequeñas ventanas que se abrían al mundo resguardando de miradas esquivas y curiosas, como la suya, un interior coqueto y acogedor, por el que acertó a adivinar un salto de cama negro, que deambulaba por él. Lo que creyó intuir de lejos, al acercarse sin ser visto, un cuarto turista, un cuarto voyeur, mitad viejo verde, resultó ser una mujer de delgadas y larguísimas piernas, que se afanaba en hacerle entender a un interlocutor telefónico algo incompresible en un descafeinado italiano. Se movía con tal dulzura, que pareciera que flotaba entre invisibles nubes, mientras la acalorada gesticulación provocaba movimientos, a un lado y a otro, como velas sopladas por el viento en una fantasmagórica embarcación, de una espesa mata de pelo de imprecisable color, y al aparecer en escena, el mirón ya no supo en ningún momento ni dónde estaba, ni adónde iba, ni por qué ni mucho menos cómo había llegado hasta ahí.
El falso murete le sirvió de asiento en el que reposar sus huesos del paseo, y la respiración ajetreada, causada por la caminata, se iba desacelerando poco a poco, aunque no todo lo rápido que debiera, mor de la imagen que le llegaba desde la ventana...su acento, su cuerpo oculto lo justo por la casi transparente tela que lo cubría, la forma de moverse, provocaron en él más que atención, no pudiendo dejar de mirarla en todo momento, ajeno por completo al ruido que se seguía desarrollando a su alrededor, en la pequeña ciudad que mantenía su ritmo, sin ventanas, sin discusiones telefónicas, ni mujeres de descafeinado italiano...podría haber seguido allí toda la noche, sino fuera porque ella notó que alguien la miraba desde fuera, y se apresuró a cortar de raíz las miradas de aquel hombre que, sentado en el murete, no podía apartar la vista de ella. Colgó el teléfono, bajó la persiana de madera, y continuó su quehacer dentro de la casa ya sí, a cubierto de miradas un cuarto turistas, un cuarto voyeur, mitad viejo verde.
Descubierto, el observador se fue al hotel, cogió su cuaderno, y empezó a escribir una historia acerca de esa mujer, de por qué discutía, y la razón de que su italiano fuera descafeinado.
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