Poniéndole texto a una foto (II)
Poeta callejero. Ajada cartera en bandolera sobre una camisa descamisada pero inconfundible, seña de identidad de un bohemio barbudo y desaliñado, limpio a su manera, encantador a la de las mujeres que, en las noches de vino y risas, pedían que les recitara algo al oído, terminando luego entre sábanas y sudor para acabar por inmortalizarlas entre las páginas de su cuaderno a vuelapluma.
Aquella tarde lluviosa, gris como su mismo instinto, saboreaba un café expreso, de poca espuma e intenso sabor, dejando la mirada perdida en los transeúntes y vehículos que ensordecían con sus pasos y atascos la belleza silente, y algo tímida, de la urbe, cuando pasó por su lado una estela de perfume, del que nunca sabría el nombre, obligándolo a mirar a su alrededor en pos de la fuente de tan sutil aroma. La encontró sobre la barra, metiendo un croissant en una bolsa de papel, boina negra, abrigo largo, melena perfecta, sonriéndole al camarero mientras depositaba en su mano unas monedas dejando en la mirada del muchacho un poco de la suya, y puede que algo más en su corazón.
Apuró el café, recogió sus bártulos mientras se mesaba el pelo y miraba el servilletero de acero inoxidable a modo de espejo, no fuera a ser que hubiera alguna greña insolente enturbiando su cara de denostado pillín, mientras salía al encuentro de la mujer, o del destino. Ella reaccionó sorprendida, el la halagó, ella sonrió, él la invitó a dar un paseo, ella lo rehusó y él no tuvo más que aceptar su momentánea derrota y alejarse, no sin antes dejar en su mente la imagen de la cadencia de sus pasos, y en su olfato el aroma irresistible de su perfume.
El tiempo le llevó, meses después, a un piso de artistas, de esos en los que cada habitación es un homenaje al arte, y en el salón los muebles justos hacen de salas donde exponen sus ideas, sus cuadros, sus fotos o sus poemas. Algo así como los cafés de Montparnasse en los tiempos de Capa, Stein o Taro, pero en un inmueble que da cobijo a todos, y entre todos pagan el alquiler. Una habitación con un escritorio y una lámpara de banquero le esperaba, por unos doscientos euros, para ser el lugar desde el cual abriría al mundo su poesía y, al salir de ella tras haber dejado sus cortas pertenencias, miró a la estancia iluminada por un ventanal sin cortinas, donde un fotógrafo trataba de sacar partido a su leica, encuadrando en el visor un sofá, y unos pies femeninos.
Conforme se acercaba para ver ésa magia que siempre fluye entre un fotógrafo y el objeto de su fotografía, un aroma a perfume, del que nunca sabría el nombre, fue inundando la habitación a medida que avanzaba, y algo le dijo que esta vez, no iba a dejarla escapar. Él la saludó, ella sonrió, él le dio un papel con ella escrita, y ella le regaló una sonrisa.
Esta vez, no se dejaron escapar...
Fuente fotografía: Montse Martín
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