Mascarilla...

Nunca imaginé, estudiando las epidemias que han asolado el mundo en sus años de historia, que a mí me tocaría vivir una. Nunca me habría parado a pensar, inmerso y tranquilo en el mar de mi fustigante rutina, que iba a añorar las cosas más esenciales, no ya el llevar a mi hija al colegio o tomarme una cerveza en un bar, sino sólo el hecho de salir a la calle sin tener que desinfectarme las manos, el calzado o la ropa. Pero las cosas de la vida vienen sin más, y a mí, como a todos vosotros, contemporáneos en esta parcela de la historia que nos ha tocado ocupar, se nos había deparado este sinvivir en el que ahora estamos.

Parece, al menos por la facilidad con la que la gente olvida lo malo, que este virus que llegó a nosotros quién sabe cuándo, que la cosa va remitiendo. Lo digo por la de gente que veo sin tomar ya las precauciones, por la gente insolidaria que sigue pensando que a ella no le va a tocar, y mira con desdén y algo de mofa a los que sí respetamos todo, sin pensar que somos padres, hijos, y puede que familiares de personas con graves enfermedades cuya vida corre serio peligro en caso de contraer el famoso virus, mientras ellos van gratuitamente dándonos lecciones acerca de las medidas que tomamos. Los muertos siguen ahí, perdón, ya no siguen. Los contagios sí, y los ingresos en UCI que siguen teniendo en alerta a los sanitarios desautorizados por sus autoridades sanitarias, temiendo un colapso que puede llegar en cualquier momento, mientras estamos en una discoteca o en un bar, o reunidos con nuestra familia sin distancia, sin mascarilla, sin respeto...

Yo no salgo. He dejado todo de lado, deporte compartido, vida social, y me dedico a redestripar apuntes más que destripados, y a poco más que ir a ver a mis padres, o a salir a dar un paseo para que a mi hija le de el aire, y cada vez que lo hago, esclavo forzoso y coherente de las medidas que no te aseguran nada, pero lo pueden prevenir, me doy cuenta de que no tengo miedo por el hoy, sino por el mañana. Tengo miedo, además del que me causa el horror de lo perdido, de las personas que han tenido que despedirse de sus seres queridos sin verlos por última vez, sin haberlos abrazado, de la pena de ver cómo a los niños se les ha sesgado una parte importantísima de su vida, ya que el porcentaje de infancia es ínfimo con respecto al de la etapa adulta, de los negocios clausurados, las ilusiones cercenadas, los ingresos inexistentes, tengo miedo por sí mañana podremos hacer lo que hacíamos antes, es decir, si entraremos a un restaurante sin complejos y sin fobias, si todo lo vivido no causará en nosotros secuelas inverosímiles e irremediables, si nuestros niños volverán a ir  a su colegio y abrazar a sus amigos, sí yo mismo volveré a abrazar a alguien, o a darle un beso, sin pensar si su PCR dará negativo. Tengo miedo de cómo afectará esto realmente a nuestra maltrecha economía, y cómo los políticos, del color que sean, lo afrontarán para ayudar, en vez de para engordar el bolsillo. Tengo miedo de que la fe no me sea suficiente, y que no salgamos de esta, al menos, a corto plazo, y creo que es lógico sentir miedo, porque lo que hemos vivido no es una nimiedad, si bien no ha servido para que la irresponsabilidad de algunos sectores de la sociedad disminuya un ápice.

Afrontamos un verano sin piscinas comunitarias, con playas cuadriculadas, con botes de gel hidroalcohólico por doquier, sin fiestas patronales, y yo sólo pienso en que esto pase pronto, al menos desde el punto de vista de que una vacuna nos pueda ayudar a estar inmunizados, y que dentro de nada nos estemos reuniendo otra vez para hacer las cosas que siempre hemos hecho, y que nos podamos quitar, sin miedo alguno, la mascarilla...


Fuente fotografía: La prensa 

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