Cuando un costalero se va...
Cuando un costalero se va, lo hace en silencio, secándose las lágrimas que han aflorado sin permiso, o con el permiso de la que manda en él, agarrando con la mano siniestra el trapo enrollado, ¡qué sencillez tan grande!, y con la diestra la de su pareja, que intenta en vano decirle algo que le encaje a su congoja.
Cuando un costalero se va, mirando de reojo las humeantes velas recién apagadas, con la huella del abrazo en la espalda y el beso lanzado al aire de quien sabe esperarlo, se pasan por la mente las cosas que no se han dicho, y es cuando la pena se instala ante la incertidumbre de si se podrán, o no, decir, porque quién sabe cómo nos levantaremos mañana. Las palabras no escritas, los piropos no dichos, las poesías no rubricadas, se quedan en la mente del costalero que se va, guardadas en el fondo de armario del que se saca la ropa de día grande, dudando si las escribirá o si el que lo haga será esa parte de él que ya no será costalero, aunque digan que nunca se deja de serlo.
Cuando un costalero se va, escuchando en su mente las últimas órdenes, sintiendo la presión de la última chicotá, apretando los pies contra el último tramo de la rampa de la cancela, quizá ya lleva impresas en el alma las suficientes vivencias como para poder echarse a dormir tranquilo, añorando y anotando minuciosamente el orden con el que habrá de contarles a sus nietos todo eso que ahora tiene reciente, pero que algún día será lejano, eso que ha sido su energía, su sino, su luz, su fuerza, su bálsamo, su ansia, su desvelo, su necesidad, su verdad y su vida. Todo eso que comenzó la vez en que escuchó por vez primera cómo crujía la madera en un ensayo, y que acaba justo en ese momento en que la vida se lo reclama, ese momento que ahora no cuenta mucho pero del que notará la pérdida antes de lo que imagina, ese momento en el que todo se consuma, y un costalero se va…
Fuente fotografía: Diario el Mundo
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