Sombrero de copa
De pequeño tuvo acné. Tanto, que su cara parecía un campo de batalla donde las trincheras eran los pliegues de su oronda faz, y las bombas habían dejado por cráteres los agujeros que siempre le habrían de acompañar. Su madre le decía con insistencia que no se rascara, pero él era por naturaleza desoído, y descuidaba muy mucho los consejos de cualquiera, así que su madre no iba a ser menos.
Su aspecto desaliñado, poniéndose lo primero o último, según abriera el armario o usara la silla, le proporcionaba un aspecto de pedigüeno, a pesar de que siempre fue muy aseado, por lo que las mujeres se cuidaban bastante de acercarse a él, y los hombres se mofaban, empingorotados "señores" de pantalón a raya y zapato impecable, que guardaban como un tesoro, bajo su ropa a medida, la verdad de una existencia pobre e infeliz, que el dinero se empeñaba en ocultar, pero no lo conseguía. Nefastos intentos de matrimonio de bien se escondían tras de sus sonrisas perfectas, su perfume y sus modales, aunque la realidad amenazaba con delatarles al menor intento de abrir la boca.
No, de él no se podían reír, porque le temían y le envidiaban. Por su apariencia desalmada, escogida entre un montón de escoria predispuesto, pero también por su gesto altivo, gallardo y canalla, que dibujaba siempre una obscenidad al fijar los ojos en una dama, mientras pensaba otra cosa al besarle la mano.
Con el tiempo, dejó de saltar en marcha de los carruajes para sumergirse en el alcohol de cualquier antro, y se centró en sacar provecho a su socarronería, consiguiendo con sus ensayada galantería de barrio industrial introducirse en la sororidad femenina, para sacar una pieza que relucía, a su juicio, entre las demás. Venció sus remilgos con agasajos infames, ocupó su ocio, dominó su furia, y se introdujo poco a poco en ese mundo del que tanto había huido...
Detestándose a sí mismo por haber sucumbido a la tentación, por haberse convertido en un burgués de zapato de charol y gestos prefabricados en escuelas de la alta sociedad, quiso volver a ser chusma selecta, a vagar sin rumbo por el empedrado de las calles y a asustar a todos con los surcos de su cara...su punto de bravucón se había ahogado entre los sorbos del champán y su entendimiento se quedó en el cuello de esa mujer que lo había embriagado la primera vez que sus labios lo rozaron.
En un banco, mesándose la barba que oculta la batalla, su mano apoyada en un bastón, piensa en todo esto, anciano y acabado, mientras pasa una señora y la saluda, levantando educadamente su sombrero de copa...
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