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Delante va el Señor...siempre delante, siempre con su andar de costero a costero, siempre saludando a la ciudad con la mansedumbre y la bonhomía de su estirpe, mirando hacia abajo, como queriendo recoger en ese gesto toda la fe de su pueblo, en el que reina su Madre y Él lo permite.
Entre el verde y el morado, la ciudad se divide en esa noche mágica en la que, aunque sin sol, brilla con luz propia esa Mujer que es ponerse en la calle y el murmullo hace onda, como si de una piedra sobre el espejo inmaculado del agua se tratase, para comunicar a todos los puntos de la urbe, de extremo a extremo, que Ella ya está en la calle, tomando su posesión anual del reino, provocando todas las sensaciones contrastadas médicamente, y las que aún no se han descubierto, en los cuerpos de la muchedumbre, tal es el golpe que da su cara en los corazones de los que la esperan.
Él no la ve, ni la oye siquiera, porque va detrás de su Hijo, camuflado en ese ejército de pluma y plata, en esa Roma que se come las eses finales y da tres besos seguidos en la mejilla del compadre, la que acude a quitar sufrimiento a la puerta del hospital, la que saluda al Cisquero, y la que recoge a sus mandos antes de rendir pleitesía a su Señor, que es el de todos, pero anda como ellos. En las olas de ese mar de espuma de plumeros, se nada en forma de desfile marcial, a los sones de las cornetas que son clasicismo puro de su tierra, y que no han cedido ni sucumbido a las evoluciones de los tiempos. Dicen que están anclados en un estilo obsoleto, pero él piensa que no puede ser obsoleto, en la vida, el estilo que lleva acompañando el andar del Señor tantísimos años, como no es obsoleta su túnica y su mirada.
Ahí va él, avanzando, rezando al Señor a la manera de su ciudad, en esas calles de la nueva Jerusalén que tienen nombres que han traspasado su fronteras y que ya todo el mundo conoce, y si no se lo creen, pregunten. El código postal del barrio del Señor se lo sabe hasta el que vive en el confín más lejano del mundo, porque esos ojos llaman desde lejos, y esa mirada conmueve desde lejos. El martillo suena, la cuadrilla se envalentona, y los romanos lo llevan hacia su certeza, pero no de cualquier manera, sino sacándole los colores a un Pilato que, si se lava las manos, es para taparse la cara, después, de vergüenza. Y por eso aparta la mirada, porque sabe que todos los años los sones de la marchas acercan al pueblo a su Señor, y volverán a reprocharle sus actos, aun dos mil y pico años después.
Él, no es como los nazarenos, no lleva el color morado de la túnica de su tramo, pero es del Señor, desde chico, como su padre y abuelo, y se deja el labio cada madrugada recordando a su ciudad la grandeza de este Hombre que, en su inmensa bondad, no quiere nada para sí, y por eso le abre camino a su Madre, para que la gente la consuele, y la piropee y la lleve en volandas por las calles, porque sabe, como Hijo, lo que necesita su Madre, como sabe que, al final de la madrugada, Ella sonríe, confortada por la ciudad que no sería la misma sin Ella.
Ella, sí, en su grandeza, consiguió cierto día que hasta él sintiera que sus sones eran distintos, siendo los mismos; que su corazón se desatase al tocar de nuevo, porque eran aires renovados, muy diferentes de los solemnes de la madrugada, tras su Señor, eran sones de alegría, cornetas esperanzadas, cornetas felices, proclamando a los cuatro vientos andaluces la grandeza de María. Ese día, él, que llora cuando cada año se pica la Marcha Real y el Señor sale del atrio a la plaza, que lleva la sangre de su Cristo en las venas, le tuvo que decir, cuando tocaba aquella marcha, aquella noche, esperando en las puertas de esa coqueta iglesia, lo que nunca pensó que iba a decir, porque nunca pensó que iba a tocar esa marcha, esa jornada festiva...
Aquella vez, cuando la fe volvió a ser música, él, con las lágrimas sobre su corneta le dijo a su Cristo, en su mente: "Señor, sabes que soy de Ti, pero...¡qué bonito es poder tocarle a tu Madre!".
Fuente fotografía: Twitter (foto Jose Campaña)
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