16...


En su barrio había dos colegios, cada uno representante, oficiosamente se entiende, de las dos partes que lo dividían y que estaban separadas por una frontera clara, aunque no física. De un lado, las viejas casas de antaño que, de antiguas, se estaban cayendo a pedazos y la burocracia municipal permitía, sabedora de que si esperaban un poco se caerían por sí solas y no habría que gastar dinero en derruirlas. El objetivo, obviamente, construir lujosos edificios sin estilo ni raíces, sin importarle nada la vida que cada casa llevaba consigo, las más de las veces, igual de "antigua" que ella. Del otro, casas burguesas pareadas con porche y ventanal, piscina y pista de pádel, que se habían tragado la historia de la parte del barrio que cedió, por indefensa, a la venta del solar, y que se marchó del barrio llorando, como Boabdil, lo que no pudo defender por no tener medios.

La limpieza impoluta de las nuevas aceras, más luminosas y modernas, contrasta en el barrio con la suciedad de la parte vieja, con su luz mortecina, romántica casi, de besos y arrumacos en noches enamoradas y, el viejo bordillo que tantas veces tatuó las rodillas de los niños, lo hace con los robots de jerga extraña, fabricados en serie por algún juguetero inexperto, niños de playstation y poco sol, vampiros de esta sociedad en la que la calle, verdadera maestra de las cosas bellas, ha sido relevada por partidas online de juegos anodinos.

Su barrio, con su colegio de toda la vida, en la que el maestro lo era de todos y para todos, al que se le hablaba de usted dentro y fuera de las aulas, fue uno de ésos de siempre, con patio de arena para jugar a las canicas, y una sola pista en la que se corrían los mil metros, se jugaba al fútbol o al baloncesto (no simultáneamente) y se iba a misa casi siempre, porque ir a misa era una "asignatura" más. Un colegio de uniforme sí, pero heredado, de libros heredados, de costumbres heredadas, de bolsa para el bocadillo heredada y, lo más importante, de tradiciones y valores heredados. Ese colegio, fue perdiendo alumnos en beneficio del nuevo colegio, más actual. Con su gimnasio y su pabellón multiusos, su escuela deportiva de la que todos quieren formar parte algún día, y que el colegio sufraga en detrimento de otras actividades, sus profesores de moda y su jerga extraña, de robots fabricados en serie por un educador, de moda también, para el que los demás niños no son como los suyos.

Él piensa, como cada año, en su colegio de la infancia. En el deporte que allí aprendió a practicar, totalmente minoritario, pero que dio muchas alegrías al colegio, porque todos los que lo practicaban eran buenos, y se acuerda de que también le decían que ese deporte era de chicas, y algunos se reían de él por jugar, aunque eso nunca le importó, como no le importa ahora a sus hijos estudiar en el colegio en que él lo hizo, aunque muchos de sus amigos lo hagan en el otro. 

Al llegar Semana Santa, la parte "pobre" del barrio, con sus comercios casi oscuros y con aroma de años vendiendo lo mismo, a veces heredado el negocio del padre del actual regente, se viste de gala, porque de la iglesia, que también se cae a pedazos y a la que sostienen los pocos feligreses que van a misa y les da pena su estado, que está situada en la parte "menos rica", sale a la calle la hermandad de siempre. Esa que atrae a media ciudad y media comunidad autónoma hasta su barrio, por el buen hacer de la cuadrilla y el no menor arte de la banda que lo acompaña, con sus filas repletas de nazarenos y el incienso que huele a barrio, a tradición y a familia. Cuando sale a la calle el Señor, y observa la de gente que acude a verlo, piensa en su barrio, que ahora ha cambiado completamente. Las calles vacías son ahora las de las casas unifamiliares, la parte rica es la suya, que reúne en torno a la iglesia a numerosos grupos de gente venidos de todas partes, incluso los amigos de sus hijos, que abandonan su modo de vida casi estático y esperan, aunque no con mucho entusiasmo, mientras juegan con el móvil,  la hermandad en la calle. 

Cuando ve todo esto, se enorgullece una vez más de su barrio, de su colegio, que le enseñó tantos valores cristianos, y de toda la gente que lucha por mantener su iglesia y su hermandad y, aunque él formara parte de un deporte minoritario, si bien llegó a destacar, de lo que más se enorgullece es de que, aunque aquí permanece en el anonimato y es uno más entre tantos, forma parte de la mayor riqueza del barrio que, además, sale en loor de multitudes...mayoritaria por definición, su querida hermandad.

Fuente fotografía: Las Cigarreras

Comentarios

Entradas populares