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Se acaba de citar con su gente, apenas unas horas antes de todo, para ultimar los archirrepetidos detalles a la hora de afrontar el rito, por repasarlo una vez más no vaya a ser que algo salga mal, o precisamente por eso.
Al bajar, junto al coche que los habrá de llevar, observa a su gente, al principio reunidos por algo en común, procedentes de sitios dispares y dispuestos a hacer piña cuanto antes por el bien de todos. Hoy, claro, son más que amigos, y cualquier gesto de uno basta sobradamente para que los demás sepan lo que hay que hacer, y lo hagan.
En sus caras se palpa el nerviosismo, siempre lo hay a pesar de la de veces que han hecho lo que van a hacer esta tarde, apenas unas horas después de ese abrazo, las risas y la complicidad, pero es que haberlo hecho anteriormente no garantiza el éxito, antes al contrario, puede desatar un exceso de confianza que provoque una situación inesperada que dé al traste con todo, y por eso han de estar ojo avizor.
Lo comentan en el coche, ya de camino. Cómo se va a actuar si pasa esto, o lo otro. Cómo hay que estar preparados para que aquello no pase, si está a punto tal cosa, o han quitado tal otra...y así se va cubriendo el trayecto. Cuando el coche se detiene, al poner el pie en el suelo, notan el ambiente, cálido y confortable, que los recibe. Los amigos recorren el corto espacio que los separa de su destino y comprueban que todo está en su sitio que siempre es en dónde debe y, satisfechos, se dirigen a ese otro emplazamiento donde esperarán, cada uno a su labor, a que llegue la hora.
Con la mano derecha se coge la medalla, la mira, la besa...y la vuelve a dejar en su bolsillo, mientras su mente ya ha organizado la lista de oraciones para que lo cuiden y lo protejan desde arriba sus ángeles custodios particulares. No puede faltar nadie a esa cita, porque los necesita a todos, como cada vez que ejerce su oficio.
Atrás queda la tranquilidad de la habitación de hotel, vistiéndose, cogiendo la ropa que descansaba en la silla, previamente dispuesta en ese altar textil y portátil que, por conocido, no deja de disfrutar, como atrás queda también el beso telefónico a sus padres, evocando en la distancia el "ten cuidado y que Dios te bendiga" que se apagó al colgar el auricular, llegando el momento del hormigueo en el cuerpo y, ya sí, los amigos esperando en la puerta.
Ahora ha llegado...sus manos retocan la vestimenta, se pone de puntillas varias veces, estira y mira a sus compadres, ¡Fuerza!, se dicen con los ojos y salen a la calle, como el gladiador a la arena...la música suena y el público aplaude. En el paseíllo ha puesto en orden su alma y se dirige a la puerta de chiqueros tras la que, bufando, el morlaco zahíno espera a que lo azucen para hacer mella en lo que se encuentre a su paso, hiriendo o matando, tanto monta, monta tanto.
Se abren las puertas. Él piensa en el matador, en su temple, su experiencia puesta a prueba una vez más, mientras el toro sale y sus amigos lo van guiando al capote iniciándose así una jornada más de fiesta taurina, y española. Viéndolo, piensa en el lema de la casa de ese barrio: "el corazón manda", rezan sus muros, como reza la gente en este momento, y se calla, ya no por el torero, sino porque el capataz ha ordenado echarse a tierra a sus costaleros...temple, experiencia puesta a prueba una vez más...¡ea, pues venga de frente con él!...se inicia así una nueva jornada de fiesta religiosa, y andaluza...
Fuente fotografía: toreoenredhondo
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