19...

Está sentado en el banco de la iglesia, escuchando la homilía que parece estar dedicada a él mismo y a su amigo de siempre al que, como siempre también, ha recogido en su casa para ir juntos a los cultos de la hermandad.

En esta parte de la historia del mundo que les ha tocado vivir, se han ido poniendo en su camino pequeñas piedras que, aun sin ser las grandes losas que tienen otros, les obstaculizan el paso en su búsqueda constante del bienestar y/o la felicidad. Son piedras que, con variopintas formas y colores, están dando al traste con la complicidad del matrimonio, con la manera de vivir que, hasta hace poco, habían llevado, con las ganas, con las fuerzas y, por supuesto, con la fe que, poco a poco también, ha sucumbido a este vendaval de situaciones y se ha ido deteriorando, como sus mentes y cuerpos, hasta convertirse en una ínfima parte de lo que era.

Él se pregunta, mirando cara a cara a su Cristo, si tan cerca ha estado de Dios y de su Madre durante toda su vida, cómo es que está pasando esto. Cómo es que la ve sufrir, a su corta edad, dándose cuenta de todo sólo por lo que percibe de las conversaciones de sus padres. Cómo es que lo que antes le parecía clarísimo, hoy empieza a ponerlo en duda cuando, a diario, amenazan nuevas secuelas, nuevas sinrazones, y el túnel se va haciendo más largo y más oscuro. 

A lo mejor, piensa, será que, como está diciendo ahora mismo el sacerdote, ha olvidado que Dios es Padre, y que tiene que comportarse como hijo. Quizá todo lo que le pasa no es más que una forma de recordarles, a él y a su amigo, su deber, y de que entiendan que no todo es el paso en la calle, que eso es como ver a su padre el día de su cumpleaños, hacerle un regalo, y no volver hasta el año que viene, en lugar de lo que debe ser, un día a día, a veces muy descuidado.

Cuando piensa en esas plantas de hospital dedicadas a enfermedades cuyo sólo nombre asusta; cuando piensa en las desorbitadas cifras de personas que han fallecido, que siguen falleciendo, por esta pandemia que les está minando el ánimo y recortando la Esperanza, quizá entiende por un momento que lo suyo, lo de su familia, es una nimiedad en comparación aunque, a los ojos de un padre, todo lo que les ocurra a sus hijos sea siempre lo más importante. Quizá por eso no deja de martirizarse, castigándose pensando qué hubiese pasado si hubieran hecho esto o aquello, o que habrá hecho mal para que haya venido todo lo que tiene encima. Desde fuera, todos sus amigos le animan a que no lo haga, porque nada se podría haber evitado ni previsto, al menos desde su impotencia, pero él, al encerrarse en casa, al ver la lenta evolución de todo, sólo puede pensar en ello, desoyendo las palabras de otro amigo que, en la distancia, le animaba a entender que los caminos de Dios, además de inescrutables, no se pueden justificar, y que sólo queda armarse de valor, afrontar los hechos y tirar como se pueda.

Al terminar el sacerdote la homilía, ver a su Virgen a los pies de su Hijo muerto en la Cruz, entiende que la vida, y la fe, no es calzarse un costal para llevarlos una vez al año por las calles de la alegría y el disfrute gratuito, sino hacerlo para llevarlos todos los días por las calles malas del relevo de la vida. 

En ese banco, cuaresma alante, año atrás, con su amigo de siempre sentado al lado, comprende mejor que nunca, al mirarse en silencio, el significado de la frase del Señor que va a tener que empezar a aplicarse a sí mismo...

 Fuente fotografía:: El Correo de Andalucía  

Comentarios

Entradas populares