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Las ciudades no tienen dueño. Son de todos sus habitantes, los que tuvieron la suerte de nacer allí, porque así lo quisieron sus antepasados, o los que tienen el valor de abandonar la suya y vivir en ella, haciéndola propia y contribuyendo, con su trabajo, al engrandecimiento de la que lo acoge, a veces formando en su seno su propia familia.
Los gobernantes, malos hasta decir basta algunos, otros no tanto, se creen sus dueños, pero he aquí su error, ya que no lo son ni por asomo, aunque ellos se empeñen en querer engañar a los ciudadanos con falacias propagandísticas y partidistas que, siempre (y no se engañe la gente), tienen como fin echar al gobierno que roba, porque es un corrupto, para poder robar ellos y, si no, se enfadan. Como pueden imaginarse, el perjudicado siempre es el ciudadano de a pie y, cómo no, la ciudad misma. Por eso las ciudades se aferran a sus tradiciones y a sus fiestas, a su cultura e idiosincrasia, como clavo ardiendo, como manera de sobrellevar todo lo que tienen encima porque, como decía aquel, "esto sólo se arregla con vino". Por eso la ciudad canta en carnaval, o reza en Semana Santa, por eso vive la feria y se baña en sus playas porque, mientras entona una copla, trabaja una marcha, baila unas sevillanas y se come un espeto, la ciudad es más ciudad y menos mentira burócrata-política.
La ciudad no tiene dueño, ni dueña, pero sí tiene quién la gobierne. No nos olvidemos de que, por más que se empeñen algunos en repetir hasta la saciedad, ensuciándonos los oídos con las palabras laico y laicismo, las ciudades son cristianas, lo dicen sus años de historia y sus templos y, como consecuencia magistral y necesaria, lo dice quien manda en ellas. Porque en las ciudades sí hay quien manda...
Eso es fácilmente constatable; de hecho, él lo ha visto muchas veces, en cualquier ciudad, conforme ha ido entrando en los límites devocionales de un barrio, con sólo mirar a las paredes de las casas, donde cada vecino confía su balcón a Ése o Ésa que nunca les va a fallar, o fijándose en las fachadas de las iglesias, algunas de ellas sedes de hermandades, donde aparece siempre el foco de la devoción del barrio, de la calle, que es el titular de la su cofradía. Incluso él, cofrade desde hace años, tiene en su casa su particular altar en el que pide la protección y le cede la custodia de la dicha de su hogar, al que muere en la Cruz y a la que llora por eso.
Todos hemos visto alguna vez, en algún rincón de nuestras calles y plazas, esos altares, a veces reducidos al mínimo tamaño, casi imperceptibles, en los que siempre hay lugar para una flor que algún devoto colocó ante él, y al que flanquean dos faroles para que la noche no haga olvidar quién es la luz del barrio. Pero esto no significa que los representados en esos altares, aun siendo muy importantes, sean los que mandan en la ciudad.
El que manda en la ciudad se percibe no ya en los límites próximos a su casa, sino en el mismo momento en que se pone un pie en ella, porque sabes que Él vive ahí y que, solamente por eso, nada puede sucederte. Se percibe en los días en que se abren las puertas de su casa y no se detiene el flujo de gente, y en el talón desgastado, el nombre desgastado, de tantos roces de manos y tantas peticiones como le dedican sus hijos, vecinos, como Él, de la ciudad en la que manda. Se constata este mandato sin fecha de cese, que no es por cuatro años porque no es un cargo político, sino por los siglos de los siglos, porque es expreso deseo de su pueblo, generación tras generación, que no desfallece ni cede ante la barbarie porque Él está con ellos y, ellos, lo saben. Se constata en el mismo momento en que empiezas a ver la aglomeración de imágenes suyas en cualquier sitio. No sólo en las paredes de las casas, que son incontables, sino en las gasolineras, panaderías, agencias de viajes, ultramarinos, abacerías, souvenirs...tiendas de barrio y extramuros, en los que la fe que le tienen se manifiesta poniendo y anteponiendo su divino rostro a cualquier situación de la vida, sea del tipo que sea.
Que manda en la ciudad lo sabe el visitante, y el residente, llevando éste a aquél a su presencia, sí o sí, cada vez que se encuentran, cada vez que se visitan, porque Él es el centro en la periferia, el orden en el caos, la belleza en la fealdad, lo bueno en lo malo, lo único en lo común, lo nuestro en lo nuestro. Él es el que mueve mareas de gente cuando sale, el que revoluciona a un barrio, lejano, sólo por recibirlo en su parroquia unos cuantos días, el que cuenta devotos tan antiguos que le hablan de Tú, y el que convoca los vencejos, en el kilómetro cero del romanticismo poético, al amanecer del día en que ha de morir aunque viva eternamente, tal es la belleza de la fe que Él nos da...morir para vivir.
Él es Dios, sin apellidos. Ya lo decía Antonio Burgos al pregonar su Semana Santa de manera definitoria e inolvidable: "mi oficio es salvar al mundo/ y mi nombre..."...el que manda en la ciudad...
Fuente fotografía: Javi Jimenez
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