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Hay una enorme cola, que avanza muy lentamente, porque hay mucha gente que la necesita y esperan pacientemente su turno, no tienen más remedio, para cumplir con esta cita obligada.

Esperando, con su hijo, a que le llegue el momento de entrar, se acuerda de esa otra cola, mucho más agradable, aunque muy larga también, de a veces hasta dos horas de espera, que se formaba y se sigue formando para ir a besarle la mano a la Virgen, tal es la devoción que genera y que hace que toda la ciudad reserve, ese día, un hueco en su agenda para ir a verla o, mejor dicho, ese día van a verla y hacen hueco para todo lo demás.

Él lo ha hecho muchos años, y evoca esos tiempos en los que no había hora del fotógrafo, y éste era uno más que tenía que esperar a que la gente le hiciera un espacio para poder inmortalizar el momento, o esperar, siempre esperar, a las horas de menor concurrencia de gente que, con su Virgen, son pocas.

Piensa en aquella vez que lo llevara su padre, por vez primera, como él mimo haría años después con sus hijos, a ver a la Señora el día de su onomástica, motivo por el cual la ponen en besamanos, y su padre le advirtiera de que iban a ver ala Virgen, que es era (y es) su Madre del cielo, porque había bajado de su altar para estar junto a ellos unos días, que era posible que le diera un poco de respeto, que no miedo, porque nunca se le tiene miedo a una Madre, porque Ella era muy grande y el muy pequeño y, además era la primera vez que se veían, por lo que no tenía que preocuparse si esto ocurría. A su cortísima edad, no llegó a entender muy bien las palabras de su padre, sobre todo en lo referente a esa otra Madre, ya que él ya tenía una y la quería mucho, y era la que lo acababa de peinar y ponerle colonia, llevándolo hasta donde estaba su padre para despedirse con un beso que a él siempre le sabía a pan recién horneado. Así que fue dándole vueltas a todo eso en la cabeza, mientras andaban el corto camino hacia el templo.

Al llegar, recuerda que le sorprendió la marea de gente entrando y saliendo de la iglesia, sin circuito de entrada y salida, sólo gente aglomerada en torno a Ella, esperando poder acercarse a verla y cogerle la mano, como también se acuerda de que no quiso entrar porque veía que mucha gente lloraba. Su padre intentó calmarlo diciéndole que eso pasaba por la emoción de verla y la magnitud de las cosas que le pedían, pero él no se quedó muy tranquilo.

Fueron avanzando puestos, lentamente, y sus ojos se entretenían yendo de un lado para otro de la iglesia, fijándose en todos los que esperaban para ver a la Virgen, en el Señor en su altar contemplando cómo el pueblo agasajaba con su presencia a su Madre hasta que, sin saber cómo, se vio delante de Ella. Nada pasó por su mente, sólo Ella. A ningún lado volvieron a mirar sus ojos, sólo a Ella. Todo se detuvo, todo se silenció, como si sólo estuvieran allí él, con su inocencia de niño y, Ella, con su grandeza de Madre de Dios. Fue como si un hilo directo se hubiese creado entre su corazón y la imagen de la Virgen, un vínculo sagrado que ya nunca se rompería.

Ahora, la cola avanza. La enfermera le toma los datos y le informa de que la zona de vacunación Covid-19 está al final del pasillo. Él camina lento, por la edad, pero también por el miedo, con esa misma incertidumbre de aquella primera vez, en el besamanos de la Virgen, el mismo respeto ante lo desconocido. Ahora va cogido del brazo de su hijo, en lugar estarlo de la mano de su padre y, al sentarse en la butaca que le ofrece un enfermero que parece un querubín salido de un canasto, de gordete y rubio como es, al subirse la manga  de la camisa para recibir la vacuna, ha notado exactamente lo mismo que aquella vez en que conoció a la Madre del Cielo que vive en su barrio...

Al ponerse frente a Ella, infante e ingenuo, recuerda que, cómo hoy, también se quedó sin respiración... 



Fuente fotografía:  Blog del macareno

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