La ciudad no ha muerto...
La ciudad no ha muerto, pero agoniza…
A su pétreo corazón de calles y plazas adoquinadas, de aroma a churros con chocolate, de pescadería y aristócrata nomenclátor, hace tiempo que no llega la sangre, y el cerebro se le asfixia, como se asfixian aquellos a los que les falta el aire tras abrirse un portalón. Zaguanes y goznes que se pudren por la herrumbre y que, de no abrirse, van muriendo poco a poco. La hipoxia es el resultado, más aún, es la consecuencia, y la ciudad se resiente, resistiéndose a dejar de respirar, y asfixiándose a pesar de ello.
La ciudad no ha muerto, pero agoniza…
Las venas no llevan sangre, las
arterias están secas, por sus caudales ha tiempo que no discurre el necesario
fluido, cuya ausencia no es compatible con la vida. A la ciudad le falta la
sangre, la savia del árbol que llena las ramas de hojas, el verdor de las
mismas, propiciado por un plasma que no pasa, no llega, dejándola sumida en sus
últimos estertores. No puede hablar, aunque quisiera expresarse, llorar su pena
sobre el lecho, tálamo de una urbe sin descendencia, que por siempre se despide
sin remedio…
La ciudad no ha muerto, pero
agoniza…
Está esperando a que llegue el
medicamento para su enfermedad terminal, el bebedizo que la devuelva a la vida,
que la fortalezca de nuevo, que desentumezca sus músculos y la haga sonreír,
como al principio o con más fuerza, tras entrar la luz al abrirse el portalón.
Chirriar metálico tras el giro de la llave, y la savia del árbol que le entra
en forma de aplausos…¡Ya sale la cruz de guía!.
Es eso, sí, lo que precisa la
ciudad: que la sangre de sus filas de nazarenos discurra por las venas de sus
calles para que el corazón lata de nuevo, a ritmo de tambores y poderosa
cornetería…le falta a la ciudad el pulso de cada levantá, el cariño de la arriá,
y ese beso de amor que la despierte para siempre en los labios de sus poetas. Le
falta a la ciudad recuperar el color de su piel con el sol del domingo de
Ramos, le falta a la ciudad el aroma del incienso, la luz del atardecer en las
traseras de sus misterios, oro puro de costero a costero, y el alma debajo de
sus faldones. Le falta a la ciudad su Semana Santa, la alegría de la vida de
los niños nazarenos delante de la Borriquilla, el elixir de la vida eterna ante
el silencio de la muerte.
La ciudad no ha muerto, pero
agoniza…
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