Bajo palio...
Esta noche, Manuel, Tú sobre el puente…Aquilino Duque, ese
grandísimo poeta, ese grandísimo sevillano, le escribió, recitando, al Cristo de
la Expiración, el Cachorro, uno de esos poemas que te parten el alma a cada
estrofa, como te la parte el semblante indefinible del que expira en Triana.
Desde entonces, desde que los versos asomaran a la pluma del maestro, cada año
los recitan para Él las aguas del Guadalquivir, cuando pasa sobre el puente de
regreso a su Triana.
Bien podrían las aguas del río recitar, o cantar, otra cosa de tantas como se han escrito para Él, pues se
pierde la cuenta en la noche de Triana de los que le han contado, y cantado,
sus inspiraciones al Cachorro. Y todas, absolutamente todas, por similitud de
trance, de mirada perdida y postrer hálito, se le pueden aplicar a su homónimo
granadino, piensa el cofrade de a pie, sin que ninguna le descuadre, sin que
ninguna desentone, sin que ninguna desmerezca.
De puente a puente, de río a río,
el de Chapina sigue sin dar abrazos porque no puede, mirando al cielo de su
Sevilla, porque se lo impiden los clavos, porque se lo impide la Cruz,
exactamente igual que al que expira en Granada. De río a río, de puente a
puente, sobre el Genil, muere el Hombre de Sánchez Mesa, como lo hace el de
Ruíz Gijón sobre el Guadalquivir, y que nos siga llevando su corriente,
mientras mueren los Hombres.
Así mueren los hombres, dice Aquilino. Y Pascual lo ve y le sube a
su apuesta de arte, envida una muerte en Cruz, y le canta al Señor eso de “el Cachorro nunca ha visto…ay, ni Sevilla
ni Triana”, y el pregonero del pellizco, el de la voz casi rota como
acero sobre yunque, hablándole a Sevilla, (búsquenlo, búsquenlos, no se queden
sin escuchar el rezo oratorio de García Reyes, no se queden sin leer el poema
de Aquilino, ni sin oír las sevillanas de Pascual), le decía a voz en grito, en
el atril al que no todos suben, que no podría seguirlo en ese tránsito, porque
el Cachorro está ahí para ayudarnos a bien morir, y quedarse; para ayudarnos a
dar ese último paso, y quedarse; para cedernos el paso antes de entrar en su
Gloria, y quedarse.
Nos decía también el pregonero (¡qué pregón Alberto García Reyes!) que donde le gusta verlo es en Sevilla,
vivo, triunfante, con el pecho abierto llenando los pulmones de aire Sevillano,
pero donde lo va a necesitar es en Triana, porque es donde está el magisterio
de su realeza, su autoridad y el imperio de su amor. Y él, cofrade granadino,
piensa lo mismo, con permiso del autor, y pidiéndole prestadas las palabras
para cederlas a su Cristo de la Expiración, que dónde va a necesitarlo es en el
paseo de los Basilios, donde está Él con toda su plenitud de Hijo de Dios, con
su poder, para darnos el abrazo que no puede, antes de que llegue la hora;
aunque donde quiere verlo es por Marqués de Gerona, subiendo a la Catedral, o
bajando por san Matías, donde su cruz llama a las ventanas de las vecinas del
barrio. Donde quiere verlo es de ida, por la Carrera de la Virgen, o llenando
con su presencia, “pues sí que es grande,
el Crucificado”, decía otro que no lo conocía, la calle de san Antón como
aquella vez última, en la que reinó en Granada.
También, otro que sabía un poco
de esto de escribir y de sufrir, se preguntaba cuánto hablarían de Triana,
Jesús y el apuñalado, refiriéndose al que murió para cederle la cara
al Cachorro, cuando el escultor gastaba gubia sin ponerle el rostro al
magnífico cuerpo ya tallado, muchedumbre
de gentes lo verán, y el cofrade granadino, mirando la impresionante talla
del Señor, se pregunta quién inspiró su cara, y si habla con él en los cielos
nazaríes, ahora que dejó de ser un leño
informe y seco.
El Cachorro, esta noche, Manuel, Tú sobre el puente, Tú sobre el río, nunca ha visto ni Sevilla ni Triana, ni
el río, ni el barrio de sus entrañas, porque
mira al Cielo azul de esa tierra mariana que busca en su cara la luz, como
el de Granada no ha visto nunca las calles por las que transita, el centro de
su ciudad, su gente esperando, sus costaleros llevándolo, porque mira arriba,
siempre, hacia el cielo, buscando la colina roja de la Alhambra, adonde suben,
paseo de los tristes arriba, los que ya no volverán.
Pero, piensa el cofrade
granadino, apiadándose de las injurias recibidas, del tremendo castigo y el
peso descomunal, en todo eso que el Señor no ve, en su trance final, cada
Viernes Santo. Y, al girar la cara a la derecha, después de haberlo dejado
marchar por la siniestra, acierta a entender la desafortunada verdad…de todo
lo que el Señor no ve por ir expirando a
cada tramo, lo que más quisiera ver, seguro, es lo que viene detrás de Él,
siguiendo sus pasos…
la belleza de su Madre,…bajo
palio.
Nota del Autor: (1) La fotografía no guarda ninguna relación con el texto. Forma parte de una serie del autor que se va a utilizar para ilustrar estos textos.
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