Saeta...
Al atardecer del domingo, siempre
gusta de estar en ese sitio en el que descubrió este mundo, si bien no muy
parecido al de la actualidad, del que ahora tanto comprende. En esa hora exacta
del día, ni más tarde ni más temprano, la calleja angosta aún no tiene mucha
gente, señal de que el pueblo estará disperso en otros lugares de la ciudad,
que el libro de los gustos está en blanco, esperando a que cada uno lo llene a
su manera.
El suyo, el inmaculado y virgen libro de sus gustos cofrades, tiene en la primera página un elegante dibujo de un paso de palio. Elegante por la calidad de la mano que lo obró, pero más aún por el palio que lo representa, lleno de detalles exquisitos que son la delicia del ojo experto, y que pasan desapercibidos para la plebe de pipas, ansiosa de estridencias en el andar de los pasos. En ese dibujo, el sol se va retirando, también elegantemente, para ceder su sitio, en un ademán de caballeroso decoro, a la luna, que hace tiempo que espera arreglada en el zaguán del cielo. Al retirarse, pinta con un toque levísimo la cara de las fachadas que se abren a la callejuela, y que agradecen las macetas de los balcones, despidiéndose de él girando sus flores hasta la mañana siguiente. Ésa es la señal que él conoce, que espera, que enseña y de la que presume, porque de la belleza del color en las paredes, se extrae el elixir que lo habrá de mantener despierto aunque duerma, cada vez que cierre los ojos.
Justo cuando al sol sólo se le
presiente, la cruz de guía avanza llenando de los colores de la hermandad la anchura
breve de la calle, y los nazarenos abren paso al Señor, que pasa diciéndole a
toda la cristiandad lo que deben de hacer en conmemoración suya, a la usanza magistral
de este señero barrio, dejando las cornetas sus ecos en al aire como si se
tratase de ese sorbo de vino, que se mantiene en la boca, deleitando con su
sabor a la espera del ansiado postre. Y el “postre”, claro, es Ella…y viene
como viene, elegante, porque es la Madre de Dios y no puede caber en Ella,
nunca, ni un atisbo de zafiedad o toscas maneras, porque así lo quiere su
barrio, y porque su empaque y su poderío no aceptan otra forma de andar que la
elegancia. Al venir, parece que el dibujo de su libro de los gustos cobra vida,
y sus bambalinas, que suenan pero no suenan, de tan suave que es la mecida de
los suyos, repiquetean graciosas en los varales como dulce concierto, llenando
la calle con su sonido. Ésta es oscura, a esa hora más, pero su cara la ilumina
de norte a sur y todo se para ante su presencia, como se paran las palabras cuando
la belleza impera y no es necesario decir nada.
Con el paso detenido, cumplida la
hora, él siente que ha llegado el momento, bebe un buchito de agua, se
santigua, y empieza a golpear en el yunque de su voz, convirtiendo en fina hoja
de acero su saeta, para que atraviese, impávida, el pecho de los presentes…
Cuando tu Hijo pasaba
en su cara se leía
que algo le atormentaba.
Una cantidad irrisoria,
son las monedas puñales
traspasándote...Victoria.
Nota del Autor: (1) La fotografía no guarda ninguna relación con el texto. Forma parte de una serie del autor que se va a utilizar para ilustrar estos textos.
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