Semana Santa...
En su tierra hay muchas formas de
empezar la Semana Santa, y acabarla, porque su tierra es rica en momentos para
satisfacer a los más exigentes, por lo que habrá tantas Semanas Santas, ya lo
escribió alguna vez, cree recordar, como habitantes hay en su ciudad.
Para algunos, la Semana Santa es
una calle alfombrada de cáscaras de pipas y sillitas de playa, que se instalan,
palco sin abono, en cualquier rincón de la ciudad, pero preferentemente en las
calles próximas a la carrera oficial, y que harán imposible el transitar de la
gente, las hermandades, o los costaleros en sus relevos. Una Semana Santa que
existe, aunque dista mucho de lo que debería ser ver cofradías en la calle, precisamente porque es un bine cultural que debe ser objeto de protección y respeto, y porque, además y lógicamente, es de todos y cada uno la vive a su manera.
Para otros, la Semana Santa es un
cúmulo de sensaciones que deseará compartir con cualquiera, amigo, pariente o
transeúnte, que le pregunte dónde se pueden ver las cofradías y, en no pocas
ocasiones, él mismo los llevará por las calles ocultas de la ciudad, sólo al
alcance de los que sienten su pálpito al ritmo de los latidos de su corazón.
Para él, la Semana Santa empieza
en Domingo, a la vera del Darro y a los pies de la Alhambra, donde las cornetas
y tambores le dictan al infame lector la Sentencia más cruel, y la más dulce, puesto que el horror magnificado de una muerte cruenta, contrasta de forma palpable con
la mansedumbre del dolor de Cristo, aceptando maniatado la resolución del
drama.
De ahí a la Magdalena, centro
neurálgico, kilómetro cero de la devoción de un barrio trinitario en el mismo
corazón de la ciudad. No hay palabras que describan, no hay notas que suenen,
ni pasos que mezan, que hagan más imponente al Señor, a la par que lo vemos
humilde y resignado. El moratón de la mejilla le duele a la ciudad, como le
duele la cruz que al día siguiente carga el Señor en el Vía Crucis camino del
Gólgota, a la manera de un barrio que mira a la Alhambra, y que lleva en la cara el sufrimiento de todos sus hijos, bajo el sol
de la tarde y en el más riguroso silencio.
Su tierra es la única en la que, de la mañana a la noche, pasan cuarenta y ocho horas, que son las que van desde
que el Señor de la Misericordia baja de san Nicolás hasta que se encierra en
san Pedro la madrugada del Viernes Santo. La luna manda callar al pueblo
expectante, el ronco tambor encoge el espíritu, y el Señor recorre la ciudad a
oscuras, para que sólo podamos verle a Él y arrepentirnos ante la grandeza de
su estirpe, dejando tras de sí una estela de dolor que sigue su Madre, sola, en
el Calvario, en la tarde del último día de la Semana.
Esta es su Semana Santa, o la de
su madre, que es decir lo mismo. Semana Santa distinta, honda y sublime, posible por los siglos de los
siglos gracias a la mano inigualable del que facturó las tallas que la
protagonizan…Semana Santa de su tierra, Semana Santa...de José de Mora.
Fotografía: Virgen de las Angustias de Cabra (Córdoba)
Fuente fotografía: Arte, fe y tradición
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