14...su primera tarde de lluvia.
Hoy está nublado. Lo que es una
bendición todos los días del año, salvo, y he ahí la contradicción, durante los
días de Semana Santa, lleva asaltando la ciudad desde buena parte de las previas, y hoy no iba a ser menos. Hoy, no es como todos los días similares a hoy, pero de
otros años, porque hoy no va camino de casa de sus padres, con su hija, a
vestirse ufano de nazareno junto a sus hermanos y sobrina, para ir juntos
camino de la hermandad, ni las torrijas de la abuela saben a torrija de la abuela,
siendo el café más amargo que nunca porque hoy, la sonrisa de su hija está
apagada, aunque quiere ocultar su tristeza tras su disfraz de ilusión por lo que debe ser y lo más seguro
es que no sea.
Mientras se visten, las miradas
al cielo gris se suman a las directrices, sobre un plano de tela con restos de
merienda, que habrán de tomarse en caso de que la hermandad no salga y tengan
que volver por el camino más corto, bajo una carga de lluvia lenta y
despiadada, de nuevo, al cuartel general que siempre ha sido esa casa.
Ella no para de hacer preguntas,
nerviosismo estrenado, acerca de si las nubes se irán, si podrán salir,
mientras el resto de hermandades, como las defensas que preceden a un castillo,
van cayendo una a una despidiéndose, este año, de las calles de la ciudad, y él
no sabe cómo responder para que la realidad no le despeine, y no se le caiga el
lazo negro, colocado con primor, sobre un mar de espuma en el pelo. Quiere ir a la iglesia, a pesar de todo, claro. No quiere atender a la razones que los más mayores le dan acerca de la más que probable posibilidad de que su Cristo se quede en casa, y ella no vaya con su cesta, auxiliando a la naveta, en el cuerpo de acólitos turiferarios.
Llegada la hora de salir al
templo, la desmesurada lluvia impide el orgulloso paseíllo, túnicas al viento y
sandalia franciscana, por la calle de su infancia y su adolescencia, siendo
sustituido por un insulso trayecto en coche, parabrisas activado al máximo,
hasta una calle cercana a la puerta de la iglesia en la que algunos como ellos se afanan en bajar de los taxis intentando que no cale el agua en el negro calcetín, negro cielo, negra incertidumbre.
Los ojos de su hija, su mano
sobre la de él, le siguen preguntando más allá de las palabras que puedan
hilvanar sus labios, sobre cómo reaccionará la hermandad, ajena, desde la
atalaya de su ingenuidad, a la severidad y pragmatismo con el que la cofradía
enfrenta estas situaciones, y del que su padre es tan conocedor que, por eso, más le
entristece el intento de aclararle las dudas. Al final, el diputado mayor de
gobierno cierra esta crónica de una muerte anunciada y, tras atravesar el
umbral para iniciar el camino de vuelta, mira a su hija que, ahora sí, ha dejado
la valentía y la resistencia a un lado, y ha empezado a llorar
desconsoladamente, mientras su padre la deja, para que desahogue el sinsabor,
llegando a casa de los abuelos, en su primera tarde de lluvia…
Fuente Fotografía: diario de Almería



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