24...Maniatado
Viéndolo de frente, maniatado, en
ese pedestal en el que ve pasar los siglos, quizá sólo veamos un reo
aprisionado por sus faltas, quizá merecedor, por sus crímenes continuados, de
la sentencia recaída, directamente proporcional a la gravedad de los mismos.
En el mapa de sus manos, la
orografía de la piel nos descubre los ríos de sus venas, hinchadas
desmesuradamente por la presión de la cuerda que, ceñida a las muñecas, impide
la huida hacia otro destino menos cruel. Siguiendo, de sur a norte, el recorrido
de las arterias, nuestra mirada se va deteniendo en cada una de las paradas del
horror, limitando al norte con los vestigios de la flagelación y, al sur,
con las rodillas echadas abajo tras las sucesivas caídas sobre el arenoso
pavimento. Del dolor que debió sentir nunca nos apercibimos, sobre todo porque
la imagen lo dulcifica, merced a la labor del maestro escultor, que nos presenta a
un modelo con atisbos de sufrimiento, pero manteniendo la frontera con la
atrocidad del realismo, por lo que lo vemos, en besapiés o en el paso, y no
llegamos a comprender la magnitud de la situación sufrida por el Hijo de Dios.
Más arriba, hacia el norte del
portentoso cuerpo, las magulladuras propias de los empujones de la soldadesca y
del público que lo vituperaba e increpaba, nos van guiando hacia el cuello
salpicado de gotas de sangre mor de las heridas de la sien por la corona de
espinas, y seguimos sin entender, a pesar de que un mísero pinchazo en un dedo nos altera, la
suma de tanto oprobio, y de tanta burla, y necesitamos revestir la anatomía con
ricos bordados, túnicas excelsas, que disfrazan la realidad y nos hacen
sentirnos mejor, cambiando los ríos de venas hinchadas por los de hilo de oro,
y no tener que ver el motivo de tanto dolor.
Por encima del bordado, por encima del broche que cierra la túnica y protege al Señor, aún nos queda la lección más importante, obviando todos los detalles de la tortura, al centrarnos en el rostro, en el que sobresale, por derecho propio, la mejilla amoratada por la bofetada tan dura como inmerecida. Es ahí, en ese punto exacto, en el que el corazón sufre el pellizco, contemplando la boca torcida en una muesca sin definición, y recorriendo, más lentamente ahora, los centímetros que separan los labios de la mirada perdida…el pulso empieza a ir más rápido, el cuerpo convulsiona, la respiración agitada no nos deja pronunciar palabra alguna que le sirva de consuelo, no le damos las gracias por todo lo que aguantó por nosotros y es entonces cuando Él hace su labor, su mirada y la nuestra se cruzan, ya no podemos mirar a otro lado, uniéndose nuestro llanto irrefrenable al suyo, a la estoicidad del semblante, y comprendemos que Él nos recibe, nos escucha y nos responde afirmativamente a las únicas palabras que podemos encarrilar, sutilmente, acercando los labios a los oídos del alma…
”perdóname, Padre, porque he pecado”.
Fuente Fotografía: redes sociales Pinomontano



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