12...Espejos de Esperanza
El día a día, a veces, es oscuro.
Lo es por diversas razones, la mayoría de ellas insulsas y nimias, que, no
obstante, maximizan nuestra convivencia hasta el punto de que no vemos más allá
de nuestra oscuridad.
Vamos andando, sobreviviendo,
sumidos en nuestros problemas, nublados por las nubes que empañan el cielo azul
de la familia, que aguanta con paciencia nuestros desaires y los envites de
nuestro carácter, y no acertamos a vislumbrar, tras la nubosidad aparente, los
rayos de sol que luchan por hacerse ver, y calentarnos el alma. ¡Qué difícil
resulta!, a nuestro corto entendimiento, discernir entre lo que es importante y debe guiar nuestro camino y lo que no, esas tonterías disfrazadas de
problema que, sólo cuando viene uno digno de llamarse así, llegamos a ver cómo
son en realidad, un conjunto de insignificancias que nos restan energía, y
ralentizan nuestra vida.
Él, como todos alguna vez, vivía
sumido en esa oscuridad. En su vida, había una tormenta permanente en forma de
trabajo, facturas, estudios, …que le absorbían de tal modo que no vivía, sólo
subsistía, no pudiendo disfrutar de la belleza innata de esas cosas normales, que
pasan inadvertidas a los ojos que no encuentran la forma de verlas. Poco
importa, en estos casos, los consejos de los amigos y familiares, preocupados
por la situación o no, ya que nadie escarmienta en cabeza ajena, como poco importa
el color de las cosas, si nuestro cerebro sólo interpreta la escala de grises.
Así las cosas, llegó a esa
iglesia, archiconocida, en la que todo se transforma porque se ve con los ojos
del alma, pero lo hizo sin fijarse en nada, como un borrego más de ese rebaño que entra
y sale por las mismas puertas, fotografiando aquí y allá, comprando un recuerdo
porque lo hace todo el mundo, pero sin esperar nada, sin disfrutar nada, sin entender nada. Su
mujer lo guio por los recovecos del templo, flanqueado por azulejos y cuadros
de la que espera al final del sendero, y le hizo guardar respetuosa cola, hasta
llegar a ese punto exacto, en el que sólo ve quien quiere hacerlo, y entiende
el que quiere entender.
Él subió las escaleras, y sólo
vio una figura de espaldas. Un manto que caía y una corona sobre una cabeza
dirigida más allá, hacia la entrada del templo, meta de la ciudad, comienzo
mismo del pellizco y la emoción. Algo surgió de pronto. Algo se conectó, alguna
luz se encendió al introducir el enchufe correcto en el lugar adecuado, y tuvo que
levantar la vista, llamado por algo inexistente e inexplicable, para ver el motivo de ese repelús que acababa de sentir, pero
no pudo ver su cara, porque su rostro no se ve a primera vista, porque el que
accede se lo sabe de memoria y lo presiente, lo ve dentro de sí, ya que Ella mira hacia el que entra, y fue entonces, al señalar su mujer unos objetos a los lados de la Virgen, cuando entendió todo, y
supo que iba a irse de allí bautizado de nuevo, renovado por dentro, y convertido a todo eso que se genera en ese lugar especial del orbe cristiano andaluz.
Comprendió que, al final de todo, del arduo
camino y la oscuridad, siempre hay una luz. Él lo sabe ahora, desde aquel día
en que le permitió que entrara en su casa iluminando sus nublos, reflejada en los
espejos de la Esperanza.
Fuente fotografía: Domus Pucelae
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