9...Semana Santa perdida

 


Se asoma a la foto, en blanco y negro y con los bordes desgastados por el uso, un niño regordete y sonriente que se coge el hábito como queriéndole enseñárselo a la cámara. En la foto no se aprecian bien los rizos rubios que tiene y que eran la envidia del barrio, y el orgullo de sus padres cuando bajaban a comprar o venían de misa, y la gente los paraba para ver al niño.

El hábito, es el antiguo de la hermandad, que luego se cambió por el actual, y que sólo se diferenciaba en el tono de la túnica y el color de la botonadura, al sumarse a la misma el paso de palio, que cambió de tonalidad las capas de los nazarenos de sus tramos. La estancia es el antiguo salón de casa de sus padres, aún con la chimenea metida en el salón, donde tantas veces se juntó la familia, los primos y tíos, y luego sus amigos y él, a jugar y a festejar en tantísimas ocasiones, con los utensilios para encender y/o atizar el fuego, y el antiguo retrato de la Virgen que hoy sigue, pero en otra habitación en donde es más necesario, bendiciendo la casa con su presencia.

Tiene gracia, piensa, lo poco que ha cambiado ese niño con respecto al hombre que hoy es, y es curioso cómo se recuerda todo al mirar la foto, como si se estuviera viviendo en el mismo momento en que se hace. Tanto, que parece que su madre le está regañando porque no se está quieto y porque se va a pisar el hábito y lo va a romper, mientras su padre, al fondo de la imagen, sonríe, con el cigarro en la mano y la camisa entreabierta. Al lado de la butaca, tapizada en otra tela distinta, asoma la cabeza el viejo setter irlandés, que tantas cosas compartió con él, mirándolo todo con esos ojos traviesos iluminados en exceso por el reflejo del flash. La puerta de la cocina está abierta, y la luz encendida, porque seguro que andarían por ahí algunos de sus hermanos devorando las torrijas que su madre había hecho esa tarde, y que inundaban la casa con su aroma.

Un rato después, ya peinado con “Patrico” y oliendo a agua de lavanda, subirían por la calle hacia el templo, sus padres y él, cogidos de la mano y sus hermanos mayores unos metros más adelante, para reunirse con sus titulares antes de la estación de penitencia. El Señor en el paso antiguo, más pequeño, y con cuatro hachones en lugar de los guardabrisas que coronan el impresionante paso actual, y por el recorrido que metía a las hermandades por el centro histórico de la ciudad, por las sinuosas calles más emblemáticas, denostadas para la Semana Santa por la nueva carrera oficial, más larga, más recta y más impersonal, fabricada en serie exactamente igual a otras carreras oficiales. Recuerda el tacto del asfalto sobre sus pequeños pies, el frío de la ciudad y el olor del incienso, que hasta parecía distinto al de hoy, como distinto es todo ahora, y que evoca con el vello erizado y la voz temblorosa, enseñándole a su nieta ese vestigio de papel de una ciudad que se fue, y de su Semana Santa perdida.

Fuente Fotografía: Región de Granada

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