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l cielo se elevan las palabras que ruegan cuando, cada noche, en la tranquilidad de nuestra cama y antes del merecido descanso, dedicamos unos segundos a Cristo y a María para que nos echen un capote en nuestras cosas. Del cielo esperamos, en esa Esperanza que todo cristiano tiene y nunca pierde, que nuestros familiares y amigos no sufran, que los trabajos vengan de una vez, y que nuestra vida discurra dentro de los cauces de la más absoluta normalidad, y por eso miramos al cielo cuando dudamos o estamos necesitados de un apoyo mayor que el que nuestra gente nos puede proporcionar.
En el cielo descansan los que un día se marcharon de nuestro lado, y despedimos entre lágrimas y apretones de manos, cuando el dolor de la pérdida no nos dejaba atisbar lo que vendría después para nuestros seres queridos, que se asoman constantemente a su balcón del cielo para ver cómo corretean sus nietos, cómo sus hijos siguen peleando con la vida y cómo, cada año, la Virgen a la que tanto tiempo le rezaron, vuelve a hacer el milagro de salvar la puerta de su iglesia para pasearse por su barrio.
Al cielo miramos, también, de soslayo, cuando amanece el día grande de una salida procesional, cuando se casa alguien importante para nosotros, o cuando la primera comunión de nuestros pequeños se aproxima, para que no deje escapar su carga de agua sobre nuestras cabezas, en la medida de lo posible. El cielo marca el límite, la línea que separa el antes y el después, el horizonte de lo desconocido. A él nos sorprendemos mirando cuando nos quedamos pensando en todo y en nada a la vez, fijos los ojos en las nubes que lo recorren o en el azul intenso que lo define, mientras se reproduce en nuestra cabeza esa película que son las situaciones variopintas en las que nadamos a diario. Él es la recompensa final tras nuestra estancia en la tierra, cuando todo se acabe y sólo nos quede su existencia.
Pero el Cielo es, además, eso que se toca cada vez que suena el martillo, metáfora de las cosas bien hechas, culmen de la "levantá" dedicada a esa gente que se agolpa en torno a un paso, o a esa otra que pertenece a cada uno, en cada uno de esos momentos íntimos que se suceden durante el recorrido procesional. El Cielo es volcar todo lo que llevas dentro y no quedarte con nada, es derramar sin ton ni son las emociones, es apretar los dientes, apoyar tu cabeza en un palo y dejar la mente volar; es desatar el nudo que contiene los aplausos, es quedarte en la cabeza con la última orden del capataz y que todo lo que sientes, lo que anhelas, lo que tienes, lo que das, lo que esperas y lo que necesitas suba hasta el lugar donde viven aquellos a quien tanto quisimos, para que la vuelvan a ver, al menos, durante el corto espacio de tiempo que hay después de que se escuche...¡al Cielo!
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